3 de agosto de 2010


          Lección de moda o vestuario de un poeta vanguardista


Al despertar, en mi cabeza he sentido como un sueño de los muchos que han acontecido mientras dormía, resistiéndose a la madriguera de la mañana, se ha perdido entre mi pelo dejando ver a veces las dos largas orejas con las que intenta captar los música de este mundo tan distinto al eterno y pesado paisaje de relojes desechos al que él está habituado. Teniendo en cuenta esto, opte por la chistera y dejé a un lado mi querido bombín con su fondo de raso azul, y es una pena, porque hoy quería enseñar en cada saludo el claro cielo bajo el cual viven todas mis ideas.

 Por tocarte, incluso en mi chaleco de Señor con Mayúsculas germinaron dos brazos que a fuerza de buscar luces en tu espalda han terminado con un estampado que me perfuma las perchas y deja los armarios preñados de una nube de polen, de un aire maldito que aprovecha tu ausencia y mi alergia para dar a mi rostro un gesto de irritada tristeza. Es por eso que la camisa nacida en tus abrazos tiene la culpa de que a veces llame desnudo a tu puerta.

Baudelaire es un gato borracho al que le gusta mordisquear las solapas de mi levita y condenar al celibato a todos los claveles que antes encontraban en mi pecho un ojal siempre dispuesto al amor.  Y queda Baudelaire el cuello de esta prenda con la corta solemnidad de un sacerdote cuyo reborde no es otro que mi pálida nuez intentando tragar a duras penas una libido de olores no saciada por el capricho de un gato aficionado a la noche oscura del absenta.

No obstante, para descifrar el viento, como lenguas de colores mis corbatas saborean la brisa hasta encontrar la estela que tu cuello ha dejado, momento en el que llevan a cabo su especial metamorfosis enrollándose en sí mismas para dar lugar a un nudo de cuatro aspas, pajarita multiplicada o molinillo que gira mientras yo abro los brazos y tomo dirección a ti.

En la empuñadura de mi bastón un caballo mira al horizonte poseído seguramente por la misma tristeza  que se adueñaría del guitarrista que ha de conformarse de por vida con una sola cuerda, pues quizás el hecho de ver reducido su cuerpo a un cilindro de madera no sea el verdadero problema; a mi parecer, su mirar taciturno esta provocado por haberse visto privado de sus tres espuelas restantes, de esas poderosas notas con las que cabalgaba clavando el ritmo en la tierra que temblaba al son de esa música aplastante. Yo, conmovido, no puedo hacer más que agarrar sus crines plateadas y marcar con su espuela el compás de mi camino; tres golpes suyos por cada uno de mis pasos como recordatorio de sus miembros fantasmas.

Mi cinturón era una serpiente aflautada incapaz de resistir estas temperaturas, por lo que cierta mañana, harta ya de vivir, entrego sus energías al sol de agosto y terminó por derretirse dejando mis pantalones de unos hilos negros que me impiden andar deprisa, me obligan a tomarme las cosas con calma, porque un exceso de movimiento puede provocar que estos se enreden dando conmigo directamente en el suelo.


El hecho de ser un animal urbano implica que de tanto recorrer las aceras mis suelas se hayan nutrido de tiempo y cemento. Mis primeros y eternos zapatos tienen las suelas fortalecidas, gruesas, en cambio, del resto del calzado quedan tan solo algunas tiras, cuerdas que hacen que tenga que enfrentarme al frío con la valentía de un legionario romano.


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