4 de mayo de 2009

EDITORIAL SOMA IV

Tráeme algo de Góngora, que hoy tengo yo el cuerpo de Góngora. Y mientras buscaba entre los libros me he preguntado si mi equilibrio mental no cayó definitivamente el mismo día en que apareció en el baño, justo al lado de la ducha, una pequeña porción de tierra de la que brotaba un hombre de edad avanzada, larga barba y quevedos un tanto anacrónicos. Con los brazos extendidos buscando los rayos de sol y gritando desquiciado los ultraístas son unos farsantes, lo encontré la mañana que nos conocimos. Perdone, ¿ha sido usted quien me ha transplantado aquí? No. No viene usted a regarme entonces? No, que va. Pues dígame, ¿que hacemos ambos en este lugar? Sinceramente, usted no lo sé, pero yo vengo, como todas las mañanas, a sentarme en esa taza blanca y a hacer lo que corresponde. Sin plantearme siquiera lo extraño de la cuestión, comenzó aquí una conversación que se extendió por todas las mañanas en las que él, con gran emoción, aprovechaba para recitarme infinidad de textos mientras sostenía con una mano el libro y con la otra parecía agarrar la escasa luz que entraban por la ventana. Se confesó desde un principio gran amante de los clásicos y de la literatura en general, y no existía el día en que, antes de sentarme, me pidiese que fuese a mi cuarto para traerle el libro cuya lectura favorecería, según él, a su primera fotosíntesis de la jornada. Pero fuera de dichos momentos, y una vez adquirida la confianza suficiente como para dejar a un lado formalismos usuales entre un hombre y un vegetal que aun no se conocen, advertí en él una personalidad seria, a veces agria, bajo la cual latía una inteligencia tan fina como para acertar en un análisis exacto sin que para ello le fuese necesario apuntar recogiendo la información que otros requeriríamos. Esto lo descubrí justamente cuando, en cierto momento, después de cerrar el Clamades y pasarme el papel higiénico, me miró fijamente, se quitó los quevedos y me dijo…Dígame amigo, ¿y usted a que se dedica además de a perder el tiempo? Esa pregunta que, como se puede imaginar, me cogió por sorpresa y con las manos suciamente ocupadas, inauguró lo que sería la nueva y traumática sección de mis conversaciones con aquel vegetal. Esa pregunta y todas las similares que le siguieron las mañanas posteriores acabaron dando forma a una gota de agua que, siempre al salir del baño, comenzaba a caer en mi coronilla incesantemente con un ritmo tan penetrante que no tardó en entrar mi cabeza para neutralizar mis oídos de tal forma que todos a mi alrededor enmudecieron. Veía como sus bocas se movían pero a mi no llegaba palabra alguna, yo sólo escuchaba esa lluvia concentrada, ese compás que tenía más poder que un automóvil a un metro de distancia, que la música de los bares o que los gritos de los gitanos en el mercado. Hasta hoy, hasta el momento justo en que, mientras buscaba el libro en cuestión, he encontrado un viejo ejemplar de SOMA, el fanzine que hace ya años me hacia invertir en algo productivo el tiempo que ahora, sinceramente, desperdicio en interminables diálogos de w.c. Cuando he vuelto a hojear el puñado de hojas fotocopiadas ha cesado la lluvia, un liberación espontánea ha sucedido y ese diabólico goteo ha dado paso a un apacible silencio interrumpido tan solo, un minuto después, por el sonido de la cisterna.
Al abrir la puerta del baño, sólo quedaba de él un rastro de tierra que conducía hacia el agua ahora turbia de la taza. Adiós, posiblemente te eche menos, mi querido esperpento, has sabido levantar mis nalgas de la roca …
... que no es poco.

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