30 de septiembre de 2009

“Al salir de casa no existían indicios de la lluvia que una hora después le sorprendería en una de las más mágicas calles de la ciudad, conocida por reunir, en sus escasos cincuenta metros, a todo un sinfín de anticuarios y tiendas exóticas. A pesar de que el agua cayó con fuerza desde un primer momento, confió en que se trataría de algo pasajero y decidió esperar dentro cualquier tienda. Así que sin siquiera mirar rótulos o escaparates, entró en lo que se le descubrió como una encantadora y sucia ruina de la biblioteca de Babel, pues por sus altas estanterías se multiplicaban libros desordenados, de distintos tamaños, polvorientos, y en el centro de la sala una gran lámpara de araña lo impregnaba todo de un misterio que aumentó aun más cuando el dependiente, salido de las sombras, se paró frente a él. Se trataba de un anciano de larga barba blanca, con anacrónicos quevedos y manco de una mano, algo en lo que no pudo evitar fijarse mientras aquel hombre le ofrecía leer cualquiera de los libros que encontrase por allí, eso sí, no sin abonar antes el precio de la taza de café que era obligatoria consumir si quería permanecer en su establecimiento, la librería “Fícpolis”.

Con la taza en la mano hizo un amplio recorrido por allí y le llamó la atención un pequeño libro blanco que destacaba en medio de una estante lleno de encuadernaciones oscuras, fue a por él, lo abrió por la mitad y leyó “porque la imaginación guarda monstruos/ a los que el olvido/ nunca podrá llegar”, unos versos que lo agarraron de tal forma que se vio obligado a saborear, junto al esplendido café, cada uno de los poemas que contenían aquellas páginas.

Cuando al fin terminó, buscó en las pastas del libro el nombre del poeta, y entonces, a mil kilómetros de aquí, parado en medio de una extravagante biblioteca, aquel hombre deseó, sobre todas las cosas, cruzarse algún día con ese tal Hipólito para  poder darle  las gracias.”

     - Afortunadamente, hace años que ese sueño no se repite.

"Apuntes desde el aire" - Diario de Hipólito el poeta.
HABITACIÓN ANÓNIMA

Sobre unas sábanas viejas
en una habitación en ruinas
donde sólo se escuchan
pasos perdidos
y una televisión lejana
dejas que esta noche
te duerman por fin las carreteras.

Pero a pesar del cansancio
la llama no se extingue
permanece suave en las esquinas
pues sabes que puedo amarte
incluso desde aquí,
no tener en cuenta las distancia
entre tu cuerpo y la ventana
en la que fumo y se enciende
como la esperanza en medio de la nada.

Doy así la espalda al mundo:
intuyo los soles de arena oscura
que arden bajo tu blusa
o esa mutua caricia de tus muslos
donde surge un corazón negro
que palpita y derrama su luz
en la cama de esta pensión,
triste como el escritor solitario
que tu imaginación asegura
ha dormido en ella.

Lo sé, el camino es largo.
Pero hoy basta de carreteras
que tenemos ya los ojos
cubiertos por el asfalto
de esta vida empeñada
en labrar nuestras palmas
con la tierra gris,
ceniza de los días.

Deja a un lado el sueño
porque también sé
que hoy los cuerpos nos llaman al placer
y el sentido de todo
está quizá en ellos
en ese sonido triste
que hacen al amarse.

Mañana volveremos al viaje.

Ahora sacúdete las sábanas
y déjame entrar a tu corazón
con un profundo latido
déjame llegar a la memoria
y a través de ella
floreceré en tu pecho si algún día
el cansancio te queda
tan pálida y triste
como esta pensión.

(Fícpolis)

22 de septiembre de 2009

NO EXISTE LA POESÍA, SÓLO LOS OJOS DEL POETA

En las madrugas, el verano solía entrar por la ventana cargado con el olor a pan recién hecho, y lo hacía despacio, meciendo suavemente las cortinas o tirando, alguna que otra vez, los papeles que había estado revisando repetidamente en el escritorio. La noche en que descubrí que, al contrario de lo que parecía, la panadería de enfrente continuaba activa, creí que tardaría mucho tiempo en marcharme de aquel piso viejo y diminuto al que el invierno castigaba con enormes manchas de humedad repartidas por los techos de las habitaciones. Pero a esta conclusión no llegué de repente, el lugar fue seduciéndome poco a poco, se fue conformando despacio un paisaje amoldado a mi, o al mundo que yo necesitaba para levantarme cada mañana y sentarme a escribir.

Las golondrinas son un buen ejemplo de ello. Desperté cierta tarde asustado por el vuelo de dos golondrinas que, por arte de magia, habían llegado hasta el salón, donde parecían haberse quedado encerradas en su particular torbellino, porque se movían por allí en círculos violentos, a toda velocidad, golpeándose contra lo que encontraban a su paso y dejándolo todo en una especie de caos que tardé al menos una hora en recomponer una vez conseguí que se fuesen. Hubiese quedado esto como una graciosa anécdota si no fuese porque cogieron la costumbre de interrumpir, al menos una vez por semana, mi siesta para repetir aquel maldito estruendo donde yo, blasfemando cepillo en mano, intentaba echarlas mientras ellas parecían burlarse con piruetas y espirales en el aire. Llegó incluso a convertirse en algo rutinario, y si una semana se demoraban, yo la pasaba entera sin poder conciliar el sueño durante la tarde, pues sabía perfectamente que la tranquilidad no dejaba de ser un estado de alerta hasta que ellas llegasen y se fuesen después dejando mis libros y mi dignidad por los suelos. Un domingo, tumbado sin hacer nada, caí en la cuenta de que aquella semana aun no había tenido la mala suerte de disfrutar su visita, así que decidí esperarlas preparado. En realidad nunca supe por donde entraban, con lo que la única opción era recibirlas ya cepillo en alto, y fue entonces, al salir a por él, cuando las descubrí posadas en el cordel del patio. Hubiese jurado que me estaban esperando, inmóviles, con los ojos puestos en mi mientras a su alrededor la ropa hondeaba al viento como banderas. Después de cinco minutos paralizado frente a ellas decidí volver al salón, y fue el tiempo el que me llevó a la conclusión de que aquello fue un acuerdo de paz, un declaración de amistad comprobable en el hecho de que nunca más volvieron a entrar, sino que se convirtieron en las peculiares compañeras que observaban, siempre desde el mismo lugar, mis idas y venidas a la cocina. A veces, mientras escribía, creía escuchar de fondo, bajo el claqueteo de la máquina de escribir, sus voces agudas comentando entre risas lo disparatado de mis palabras. Por mucho que intentase convencerme de lo absurdo de la cuestión, siempre que esto ocurría la papelera acababa rebosando de folios a medias.

Mi vieja máquina de escribir también jugó allí un papel importante. No es por ser yo fetichista que escribía con ella, existía una razón mucho más prosaica y sencilla, y es que mi ordenador decidió un día, sin previo aviso, que ya estaba harto de vivir y se apagó para no volver a encenderse nunca, dejándome a mitad de una historia que ya ni recuerdo, pero que andará seguramente deambulando por aquel disco duro esperando a ser acabada. Como mi situación económica pasaba por apuros en aquellos momentos, opté por prescindir de él y utilizar una vieja máquina que hacía unos años había comprado en un rastro con afán puramente decorativo. Era grande, pesada y verde. Le faltaban dos teclas, la A y la N, y su sonido era el de un enorme bailarín de claque que dejaba caer todo su peso en cada paso sobre el parqué. Conseguí como pude dos pedazos de plástico que sustituyeron a las letras perdidas y comencé a darle trabajo. Recuerdo que en los primeros días acababa con las manos destrozadas, porque para que la varilla metálica tocase el papel había que hundir la tecla, y por lo tanto el dedo, en un profundidad abismal que reducía a la mitad mi velocidad de escritura. Pero poco a poco, y al igual que ocurrió con las golondrinas, nos fuimos acostumbrando el uno al otro. De esta forma fue que los días y las noches, sobre todo las noches, se llenaron en aquel piso de martillazos cada vez más rápidos, cada vez más rítmicos, dando lugar a una canción repetitiva y horrorosa para toda persona que no fuese yo, pero supongo que mucho más para la señora Julia, mi vecina de abajo.

Cada mes aproximadamente echaba Doña Julia sus ochenta años escaleras arriba y tocaba mi puerta para entretenerse y martirizarme con el sermón que comenzaba con una exclamación sobre ese diabólico ruido que no la dejaba dormir y acababa, tras muchas curvas intermedias, en un profundo análisis sobre la juventud de entonces, la cual era mas vaga, irrespetuosa e irresponsable que la suya, llena de un sinfín de virtudes que la ayudaron a superar los complicados tiempos que a ella le tocó vivir. Llegué a pensar que planeaba esos encuentros, que me guardaba un sitio en su agenda, y la imaginaba en la mediodía previa avisando al marido, Don Javier, de que no contase aquella tarde con ella, porque teniendo en cuenta que dedicaba una hora a subir y bajar los veintidós escalones, y otra a repetirme el eterno discurso, no creo que le quedasen fuerza y ganas para hacer algo más en lo que quedaba de día. Además, cuando la veía bajar en cámara lenta y dolorosa, me asaltaba la pequeña duda de si realmente mi máquina le molestaba, porque si alguna vez tenía la osadía de hacer una réplica a sus rotundas afirmaciones, ponía un gesto de extrañamiento y se inclinaba hacia mí acercándome una oreja en la que un pendiente tiraba de toda su piel hacia el suelo, algo que me quedaba mudo de espanto, aunque después ella, para disimular su sordera, asintiese como si hubiese escuchado algo. A pesar de todo, sentía hacia aquella señora cierta simpatía y una curiosidad que se convirtió en incertidumbre la misma noche en que me asaltó, justo en su puerta, y dirigiéndome una mirada amenazadora me dijo que no debería salir sin revisar antes lo que acababa de escribir.

Suena extraño, pero amén de otros muchos detalles menos importantes, así vivía aquellos años en el nº 45, lanzando mi imaginación contra una máquina de escribir que, a pesar de ser corpulenta, la mayoría de las veces no conseguía asimilar mis golpes y los hacia salir despedidos contra todas las paredes, deformándolo todo al antojo de mi mente. Quizás ese paisaje transformado fue el que, en cierto, te llevó hasta mi, porque un viernes noche el viento debió entrar demasiado violento por la ventana y todos mis papeles amanecieron repartidos por el suelo, y dando forma, según pude observar, a una especie de camino que conducía hacia la puerta. Nada más despertar y poner los pies en el suelo, fui recogiendo los folios uno a uno hasta llegar a la puerta, donde, mientras recogía el último, pude escuchar la voz de una mujer joven que hablando por teléfono se alejaba escaleras abajo y me sentí al borde del precipicio. ¿Buscabas algo?- dije después de abrir la puerta movido por un instinto del que me he valido pocas veces en mi vida. No, gracias, es que me habían dado una dirección equivocada,- fue tu respuesta desde abajo. Pero no te vayas, sube, quizás pueda ayudarte…y sí, subiste para entrar, como una tormenta de verano, al lugar donde empezaron a crecer violetas por las sabanas que en breve tu sexo mojaría. Y en cuanto cruzaste la puerta, aparecieron las nuevas banderas de tu ropa en todos los cordeles,  sin pretenderlo te autoproclamaste como dueña alabada e indiscutible de mí y todo cuanto me rodeaba.

Nada tardé en acostumbrarme a ti, a comidas y cenas compartidas, al amor improvisado por cada rincón al compás de una música que sonaba escondida desde algún lugar que en un principio no me propuse averiguar. Pero algo o alguien estaba empeñado en desvelarme el secreto, y una noche, estando tú dormida en el sofá, escuché un alboroto en el minúsculo cuarto de dos metros cuadrados que utilizábamos de trastero. Me acerqué sigilosamente y abrí la puerta para descubrir a un cuarteto de jazz, que al parecer y no sé como, hacia vida allí dentro. Ajenos a mi presencia, continuaron con su tarea, el baterista comía apoyando el plato sobre la caja, el trompetista sacaba brillo al dorado de su instrumento, el pianista leía y fumaba a la vez que posaba suavemente los dedos sobre las teclas, y el ruido que me había llevado hasta allí lo hacía el músico restante, quien intentaba, sin mucho éxito, poner el contrabajo de forma que pudiese atrapar su propio cuerpo entre él y la pared para quedar suspendido y dormir, o supuse yo. Finalmente me vio el trompetista, carraspeo haciendo que sus compañeros supiesen que yo estaba allí, y sin dar ningún tipo de explicación, algo que no hubiese venido mal teniendo en cuenta la cara con la debería estar mirándolos, comenzaron a tocar una canción que reconocí al momento, con lo que no quedó otro remedio que dejar la puerta abierta e ir corriendo a despertarte para que I fall in love Too easily marcase el ritmo de nuestra huida a la cama.

Eso trajiste a mi casa, el jazz, la libertad echa música que hacia olvidar la torpeza con la que sonaban mis textos, el tiempo sencillo y perfecto que, en realidad, pasaba dulce y ajeno a ese futuro al que nunca llegaríamos juntos, porque un día, sin previo aviso, todo quedó en silencio. Despareciste y descubrí que no existe la poesía, tan solo los ojos del poeta, pues el invierno llegó de repente e hizo de aquel piso un lugar inundado por excrementos de golondrinas y esa humedad que apareció esta vez aun más negra en las paredes, oxidando mi vieja máquina de escribir. Y el frío, además de congelar todo tu rastro, quitó el pan de mis noches, ya que evidentemente me vi obligado a cerrar las ventanas, lo cual no impidió que pudiese oler el tufo a muerte y soledad que llegaba desde abajo, donde Don Javier pasaba las horas echando de menos a su querida Julia, quien ya no tuvo fuerzas para sobrevivir a un invierno tan duro como ese.


"Apuntes desde el aire". Diario de Hipólito el Poeta.

18 de septiembre de 2009

NEVER DIES


La noche se abalanza sobre los tejados
en una manada de gatos hambrientos
y en el edificio más alto de la ciudad
él acecha y espera
al cuerpo que le de
la roja fuerza de la vida.

Han dado ya las doce
y siento desde aquí
como sus relojes suenan acompasados
borrando los espejos donde
sombras y muertos juegan
a recordarle su soledad.

Es la condena del amor.
una obligada supervivencia al tiempo
buscando la misma imagen
en todas las fotografías

es el pasado de mis noches.
Sí, yo también he sido un condenado
también llegué a perseguirte
con sus ojos extendidos en el cielo

Míralo reptar por las paredes
seguir el rastro engalanado
de tu olor por la eternidad.

Han dado las doce
tengo que correr
porque la imaginación guarda monstruos
a los que el olvido
nunca podrá llegar.
Es la hora, el cielo
suena por sus ojos de campana
me contempla mientras siento
como lentamente
los lobos me rodean.

(Fícpolis)
 
 
 

17 de septiembre de 2009

FOTOGRAMAS


Porque en este lunes cansado
mientras exploro la radio de madrugada,
el olvido me desnuda cara al techo
tengo la sensación de haberte soñado,
de poseerte
en mil fotogramas deshilados.

Y la ciudad orilla en tu balcón,
y su horizonte, con manos de Dalí
llega hasta aquí,
perfilando hacia mis ojos
tu figura rubia de muchacha en la ventana.

Porque el amanecer
que suele descubrirme derrotado entre ruinas
evidencia tu rastro y mi soledad,
siento que tu cuerpo en mi memoria
como en una liturgia de serpientes,
abandona su piel al tiempo,
el abrigo seco del recuerdo.

Y porque esta ciudad ya es sólo eso,
tu recuerdo empedrado
construido calle a calle,
levantado en cada sueño.

(Fícpolis)
Y son nuestros poemas

del todo imaginarios
—demasiado inexpertos
ni siquiera plagiamos—

                 J.Gil de Biedma



11 de septiembre de 2009

REGRESO

Con sus ojos de fuego verde
pueblan los gatos esta calle
donde húmeda como un reptil
mana la oscuridad
de casas y ruinas
hace tiempo abandonadas

Dueños solitarios
su reino es la podredumbre.

Y se mueven por ella
protegidos por la noche,
en la curva
elegante de su paso
de su manso movimiento
nunca
nunca soporté la indiferencia
que hacia todo lo humano
suelen demostrar.

Aunque hoy, de vuelta
miro las paredes sostenerse
en su sucia tristeza , y ellos
desde arriba
acogen quietos mi regreso

Siento algunos como a gárgolas
a la espera de mi juicio
observando mientras otros,
rompen más allá
la garganta en esa lucha
tan extraña de su sexo

son a veces parecidos
estos seres a nosotros

sobre todo cuando existe
quien del día se escapa oscuro
y vuelve, regresa
a su soledad por el silencio
pretendiendo -como siempre-
incendiarse fiel los ojos
con el fuego que ilumina
verde la podredumbre.

(Nocturnos)

9 de septiembre de 2009

EL SUELO DE LOS DIOSES

En torno al siglo VII a.d. Cristo, un griego, cuyo nombre siempre ha sido un misterio para historiadores de todas las épocas, legó a la humanidad uno de los objetos más mágicos que jamás han existido. Según apuntan los escasos textos que describen o imaginan el origen de este maravilloso hallazgo, mientras el futuro inventor paseaba sus pensamientos por los alrededores de su casa, hundió uno de sus pies en un charco que habían dejado allí las lluvias de la noche anterior. Al sentir el frío del agua, bajó la cabeza y no pudo nada más que quedarse paralizado ante el insólito fenómeno de ver su pie hundido en el cielo. Esto supuso que nuestro anónimo protagonista cayese en una obsesión que sirvió a sus allegados para tacharle definitivamente de loco, pues tal como narran dichos escritos, ya había manifestado anteriormente algunas excentricidades impropias de una mente equilibrada. A partir de aquel día comenzó a visitar ríos, lagos y playas a distintas horas con el fin de comprobar los efectos de la luz sobre el agua y el consecuente reflejo del cielo, del suelo de los dioses, como solía explicarle a los curiosos que se acercaban a conocer al extraño personaje que pasaba las horas muertas tomando notas sentado en la arena y mirando a las nubes y a las olas alternativamente. Quien pudo ver sus papeles contó que en ellos se repetían insólitas fórmulas matemáticas, extraños bocetos y frases incoherentes que eran, al fin y al cabo, las pruebas que atestiguaban la búsqueda a la que se había entregado frenéticamente y a la que no abandonaba ni en sueños. Cuando este griego conseguía dormir venían a su cabeza, nada más cerrar los ojos, rayos de luz que impactaban a toda velocidad contra las paredes de su estancia, que entonces eran de agua, rebotaban yendo de un lado a otro hasta que de repente escapaban hacia arriba, rompían el techo y volaban lejos hasta que todos se cruzaban estallando en un enorme manto azul.

Permaneció en ese estado bastante tiempo, imaginando, estudiando sin parar este fenómeno físico y especulando sobre la forma de imitarlo, hasta que una tarde vio que la casa estaba totalmente inundada de manuscritos y decidió que ya era hora de comprobar una a una sus hipótesis. Comenzó así a recorrer el país en busca de toda clase de piedras a las que sometía a una serie de disparatados experimentos; a unas las desgranaba hasta reducirlas prácticamente a polvo y las mojaba en agua de lluvia que recogía de las hojas superiores de los árboles, a otras les daba forma estrellada y las dejaba dos semanas puestas sobre un altar de dos metros para que el cielo dejase caer sobre ella sus colores, hubo incluso algunas a las que lanzaba directamente contra el firmamento esperando que cayesen transformadas. Cierta vez sacó de una pequeña cueva una china roja y brillante a la que ató, como si de un cebo se tratase, al hilo de su caña de pescar y pasó toda la noche en su barca, mar adentro, pidiendo a los dioses que el mar mordiese su anzuelo y consiguiese así el secreto que éste tenía para producir el reflejo. Como tantas otras, esa vigilia parecía haber sido completamente inútil porque el amanecer llegó y él seguía sin encontrar lo que tanto buscaba. Aunque esto dejó de pensarlo al siguiente día, cuando vio su imagen sobre una roca que estaba puliendo y se arrodilló mirando al cielo, agradeciendo que hubiesen respondido a las súplicas de aquella noche. Nació así el espejo.

No tardó en expandirse la noticia del descubrimiento por todas las ciudades, donde algunos, los más ingeniosos, llegaron a fabricarse el suyo propio basándose en los datos que daba la historia sobre los materiales y la técnica que aquel griego, ya legendario, utilizó para dar con tan maravilloso objeto. Se hizo común encontrarse en fiestas y mercados a quien difundía a gritos las mágicas cualidades de una enorme placa de piedra que estaba de pie a su lado, y que tapaba con una manta hasta que un número suficiente de curiosos lo rodeaba intrigados por ver lo que allí estaba ocultó. Entonces, después de cobrar a los que estaban interesados, destapaba la roca y uno a uno los presentes se iban quedando varios minutos atónitos frente a ella, haciendo pequeños movimientos y comprobando como su otro yo le respondía en el mismo momento, o mirándose de cerca el rostro, el cual podían observar ahora con total claridad y sin el movimiento que sucedía cuando se asomaban al agua. Poco a poco fueron apareciendo más, se les dio nombre y comenzaron a conocerse artesanos dedicados únicamente a la elaboración de espejos, los cuales eran comprados por las familias más ricas como adornos para sus haciendas, donde estas enormes placas relucían demostrando el poder de quienes la habían adquirido. Con el tiempo el objeto fue depurado, se consiguieron espejos de distintos tamaños y grosores, y con un reflejo cada vez más nítido.

De esta forma ha ido el espejo recorriendo años y siglos, transformándose a sí mismo y a los salones de época en cuyas paredes se colgaban para agrandar el espacio, o viendo como hombres y mujeres se miraban en él durante la prueba de los distintos trajes entre los que estaba el que habría de hacer de aquella noche algo inolvidable, o haciendo que tras el reflejo de un niño apareciesen tantos paisajes como la imaginación de éste quisiera. Pero lo que nadie supo jamás, y tan sólo se atreve a afirmar un historiador, es que la locura de su inventor era más real y profunda de lo que todos creían. Pues para él el espejo no era el fin de su búsqueda, tan solo un paso más. Desde aquel día en el jardín, vivió obsesionado con la idea de tener entre sus manos un trozo de cielo al que poder mirar en cualquier sitio, una piedra en el que se viese siempre aunque estuviese enterrado bajo la arena. Por eso, ya viejo y olvidado, iluminado por ese ataque de cordura que tienen los locos geniales cuando ve acercarse la muerte, hizo construir un pequeño estanque con el fondo lleno de piedras rojas. Y en sus últimos momentos, consciente y orgulloso de la locura que había impulsado su vida, mandó que arrojasen allí su cuerpo inerte para formar parte durante toda la eternidad de lo que siempre había buscado, el reflejo en la tierra del suelo de los dioses.

8 de septiembre de 2009

ENCUENTRO

Llegas tarde, rota la madrugada
en las uñas las raíces del silencio
y los pulmones infectados
con la violencia de la luna.

Te espero sin otra salida
sobre el círculo del espejo,
encerrado en las letrinas
del antro más parecido al infierno
que has podido encontrar.

Estamos solos

fuera, al otro lado de la puerta
el humo y el color de las luces
crecen violentamente
entre pupilas expandidas hacia el infinito.

Tú permaneces
inmóvil frente a mí
aunque el corazón te golpee
como una bestia encerrada
y gritas
tus dientes comienzan a masticar
la hiel de todas mis derrotas.

Yo he de ser sincero,
me cuesta mantener tu mirada
porque nadie me conoce como tú
nacido con la rabia
más profunda de mi fracaso.

Lo sé, hoy seré sacrificado,
vas a recorrer con mi nombre
las arterias de un sótano
en el que las bocas de metro
se abren húmedas al diablo.
Llegarás lejos
sabiendo que mañana
sólo quedará de ti
el recuerdo de esa gota de sangre
que perforado el cerebro
brotó de mi rostro
y cayó hasta tus labios.

(Fícpolis)
OTOÑO

Mojado de siesta
el otoño nace desde tu ventana
resbala por la piel de todos los edificios
hasta un horizonte
donde crecen salvajes las antenas.

Llega a tu sofá
aroma que el café gotea
el color de un cielo
que cae líquido hasta los charcos

Y nos envuelve

tendidos débilmente
sobre nosotros mismos
tenemos huesos de noviembre
somos todo otoño.

Ambos lo sabemos,
aunque nunca creímos en el amor
descansamos en la sábana ocre
que moja las calles sin saber
si viviremos más allá
de la dulce muerte de este otoño.

(Fícpolis)