9 de septiembre de 2009

EL SUELO DE LOS DIOSES

En torno al siglo VII a.d. Cristo, un griego, cuyo nombre siempre ha sido un misterio para historiadores de todas las épocas, legó a la humanidad uno de los objetos más mágicos que jamás han existido. Según apuntan los escasos textos que describen o imaginan el origen de este maravilloso hallazgo, mientras el futuro inventor paseaba sus pensamientos por los alrededores de su casa, hundió uno de sus pies en un charco que habían dejado allí las lluvias de la noche anterior. Al sentir el frío del agua, bajó la cabeza y no pudo nada más que quedarse paralizado ante el insólito fenómeno de ver su pie hundido en el cielo. Esto supuso que nuestro anónimo protagonista cayese en una obsesión que sirvió a sus allegados para tacharle definitivamente de loco, pues tal como narran dichos escritos, ya había manifestado anteriormente algunas excentricidades impropias de una mente equilibrada. A partir de aquel día comenzó a visitar ríos, lagos y playas a distintas horas con el fin de comprobar los efectos de la luz sobre el agua y el consecuente reflejo del cielo, del suelo de los dioses, como solía explicarle a los curiosos que se acercaban a conocer al extraño personaje que pasaba las horas muertas tomando notas sentado en la arena y mirando a las nubes y a las olas alternativamente. Quien pudo ver sus papeles contó que en ellos se repetían insólitas fórmulas matemáticas, extraños bocetos y frases incoherentes que eran, al fin y al cabo, las pruebas que atestiguaban la búsqueda a la que se había entregado frenéticamente y a la que no abandonaba ni en sueños. Cuando este griego conseguía dormir venían a su cabeza, nada más cerrar los ojos, rayos de luz que impactaban a toda velocidad contra las paredes de su estancia, que entonces eran de agua, rebotaban yendo de un lado a otro hasta que de repente escapaban hacia arriba, rompían el techo y volaban lejos hasta que todos se cruzaban estallando en un enorme manto azul.

Permaneció en ese estado bastante tiempo, imaginando, estudiando sin parar este fenómeno físico y especulando sobre la forma de imitarlo, hasta que una tarde vio que la casa estaba totalmente inundada de manuscritos y decidió que ya era hora de comprobar una a una sus hipótesis. Comenzó así a recorrer el país en busca de toda clase de piedras a las que sometía a una serie de disparatados experimentos; a unas las desgranaba hasta reducirlas prácticamente a polvo y las mojaba en agua de lluvia que recogía de las hojas superiores de los árboles, a otras les daba forma estrellada y las dejaba dos semanas puestas sobre un altar de dos metros para que el cielo dejase caer sobre ella sus colores, hubo incluso algunas a las que lanzaba directamente contra el firmamento esperando que cayesen transformadas. Cierta vez sacó de una pequeña cueva una china roja y brillante a la que ató, como si de un cebo se tratase, al hilo de su caña de pescar y pasó toda la noche en su barca, mar adentro, pidiendo a los dioses que el mar mordiese su anzuelo y consiguiese así el secreto que éste tenía para producir el reflejo. Como tantas otras, esa vigilia parecía haber sido completamente inútil porque el amanecer llegó y él seguía sin encontrar lo que tanto buscaba. Aunque esto dejó de pensarlo al siguiente día, cuando vio su imagen sobre una roca que estaba puliendo y se arrodilló mirando al cielo, agradeciendo que hubiesen respondido a las súplicas de aquella noche. Nació así el espejo.

No tardó en expandirse la noticia del descubrimiento por todas las ciudades, donde algunos, los más ingeniosos, llegaron a fabricarse el suyo propio basándose en los datos que daba la historia sobre los materiales y la técnica que aquel griego, ya legendario, utilizó para dar con tan maravilloso objeto. Se hizo común encontrarse en fiestas y mercados a quien difundía a gritos las mágicas cualidades de una enorme placa de piedra que estaba de pie a su lado, y que tapaba con una manta hasta que un número suficiente de curiosos lo rodeaba intrigados por ver lo que allí estaba ocultó. Entonces, después de cobrar a los que estaban interesados, destapaba la roca y uno a uno los presentes se iban quedando varios minutos atónitos frente a ella, haciendo pequeños movimientos y comprobando como su otro yo le respondía en el mismo momento, o mirándose de cerca el rostro, el cual podían observar ahora con total claridad y sin el movimiento que sucedía cuando se asomaban al agua. Poco a poco fueron apareciendo más, se les dio nombre y comenzaron a conocerse artesanos dedicados únicamente a la elaboración de espejos, los cuales eran comprados por las familias más ricas como adornos para sus haciendas, donde estas enormes placas relucían demostrando el poder de quienes la habían adquirido. Con el tiempo el objeto fue depurado, se consiguieron espejos de distintos tamaños y grosores, y con un reflejo cada vez más nítido.

De esta forma ha ido el espejo recorriendo años y siglos, transformándose a sí mismo y a los salones de época en cuyas paredes se colgaban para agrandar el espacio, o viendo como hombres y mujeres se miraban en él durante la prueba de los distintos trajes entre los que estaba el que habría de hacer de aquella noche algo inolvidable, o haciendo que tras el reflejo de un niño apareciesen tantos paisajes como la imaginación de éste quisiera. Pero lo que nadie supo jamás, y tan sólo se atreve a afirmar un historiador, es que la locura de su inventor era más real y profunda de lo que todos creían. Pues para él el espejo no era el fin de su búsqueda, tan solo un paso más. Desde aquel día en el jardín, vivió obsesionado con la idea de tener entre sus manos un trozo de cielo al que poder mirar en cualquier sitio, una piedra en el que se viese siempre aunque estuviese enterrado bajo la arena. Por eso, ya viejo y olvidado, iluminado por ese ataque de cordura que tienen los locos geniales cuando ve acercarse la muerte, hizo construir un pequeño estanque con el fondo lleno de piedras rojas. Y en sus últimos momentos, consciente y orgulloso de la locura que había impulsado su vida, mandó que arrojasen allí su cuerpo inerte para formar parte durante toda la eternidad de lo que siempre había buscado, el reflejo en la tierra del suelo de los dioses.

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