18 de agosto de 2009

Apuntes desde el aire. Prólogo

Hipólito el poeta salió a la calle mascando un verso, saboreando lo acertado de su sonoridad y la conseguida distribución de su acento, pero escupiendo con pequeños salivazos todas las imperfecciones que quedaban entre sus dientes.

Solían sonar las nueve cuando Hipólito hacia girar la cerradura, calmaba sus neuras comprobando varias veces que la puerta estaba bien cerrada, y se perdía por Macondo sin otro objetivo que dejar que el verano hornease todas las ideas que llegaban a su cabeza durante el horario de oficina en la mañana. Y puesto que su verdadero oficio era el de la palabra, dichas ideas no tardaban en caer a la boca, donde eran humedecidas, trituradas y desmembradas al son de sus pasos, un particular metrónomo que marcaba el punto exacto donde debía caer la sílaba tónica como un flecha debe hacerlo sobre la diana. Por todo el pueblo eran bien conocidos los paseos que el hijo del tabernero llevaba a cabo desde hace ya veinte años, siempre de una forma particular, extraña, y que quedaba atónito a todos los vecinos a la vez que provocaba un sinfín de risas y burlas. Porque evidentemente, y tal como ellos nunca podrían entender, si Hipólito degustaba un verso largo, sus pasos debían ser lentos y grandes, mientras que si tenía en la boca algo de pocas sílabas, lo más lógico es que su marcha se basase en algo más parecido a pequeños y enérgicos saltos. Era él consciente de las opiniones que su comportamiento propiciaba, pero gracias a su ego artístico siempre se mantuvo indiferente y de su cara jamás desapareció la sonrisa que utilizaba, junto con un breve alzamiento de sombrero, para saludar a todo aquel que saliese a su paso; niños aburridos que a veces lo seguían e imitaban, compañeros generacionales entre los que había pocos que no lo mirasen con cierta pena, o ancianas encorvadas que al levantar la cabeza se quedaban heladas por creer estar viendo al fantasma de su padre, muerto ya hace años. Esa tarde, Hipólito sólo había recorrido dos calles cuando se quedó completamente en blanco, sin nada que llevarse a la boca, y quieto, apoyado contra una pared cualquiera, comenzó a exprimir su memoria convencido de que era imposible que aquella misma mañana se hubiese dedicado simplemente a trabajar. Para dar con la razón no necesitó mucho tiempo, pues recordó que nada más abrir la oficina fue directa a su mesa una joven de veinte años, hermosa y seductora, gracias a la cual Hipólito tuvo que luchar con su propia imaginación para no verla desnuda en ese momento. Era Irene, la hija de Matilde y su viva imagen. Mientras ella, una vez tomó asiento, buscaba en su bolso los impresos que le habían llevado hasta allí, Hipólito, a las puertas de convertirse ya en un viejo verde, la fue observando con discreción de arriba abajo, en un análisis propio de un pintor que mira a su modelo. A pesar de tener el pelo recogido, dos largos mechones se escapaban rebeldes, uno lo hacía desde la frente y le cruzaba la cara a la altura de la mejilla, cuyo color rosado se amoldaba perfectamente al castaño del pelo, o al menos eso creyó él. El otro, más largo, salía de la nuca y le llegaba hasta el hombro desnudo, y al verlo Hipólito deseó que ella se marcharse para poder observar una espalda que debía ser, por fuerza, delgada y esbelta. Afortunadamente ella no dejaba de darle vueltas a ese enorme bolso y el poeta siguió su recorrido centrándose ahora en los pechos. Pequeños y blancos lucían orgullosos su superioridad ante las leyes de la gravedad, porque el vestido veraniego que llevaba era lo suficientemente fino como para dejar ver que nada sujetaba aquellos senos jóvenes y firmes. Llegó después el vientre, solo insinuado por la tela caída sobre él, y tras esto dos piernas, una cruzada sobre la otra, tan perfectas que varias veces sintió el impulso de acariciarlas para comprobar si aquella superficie no era mármol pulido. Y al final del trayecto algo que su mente calificó como el puro culmen de la sensualidad, un anillo plateado en uno de los dedos del pie diminuto con el que terminaba la pierna derecha, la doblaba sobre la izquierda. Se detenía él en tal hallazgo, perplejo, cuando la joven encontró por fin los impresos y lo sorprendió como a un niño, o a un viejo, no supo distinguir, embelesado y a punto de babear. En ese momento Hipólito escuchó una voz que lo empujó hacia el abismo, porque con sólo cuatro palabras, aquí están los papeles, el tiempo se abrió bajo sus pies y fue directo a su vieja casa, a su antigua habitación, donde Matilde y él pasaron tantas tardes envueltos en esa pereza que llega con el amor, al saber que todo lo que va más allá del cuerpo que se tiende a tu lado no es en realidad urgente. Esta sensación no la consiguió ni el físico ni los ojos de Irene, idénticos a los de la madre hace tantos años, sino el tono y la melodía de su voz, la misma música con la que cierta tarde Matilde confesó que lo abandonaba. La espalda de la joven se mostró en su marcha tal como Hipólito había imaginado, aunque no pudo comprobarlo con sus propios ojos porque el pasado había vuelto de una forma demasiado violenta y él no supo recibir el golpe que le quedó cabizbajo y derrotado el resto de la mañana, en su escritorio, sin otra cosa que hacer que darle vueltas a la imagen de una joven Matilde a la que seguramente los años habrían deformado hasta no quedar ni rastro de aquella que él conoció.

Cuando la jornada llegó a su fin, Hipólito rectificó levemente el camino que le llevaba a casa e hizo lo que en principio debía ser una pequeña parada en la fue algún día la taberna de su difunto padre. La parada se alargó lo suficiente como para dejar de ser pequeña y, a base de un vino tras otro, el poeta consiguió borrar la nefasta mañana y entretener a todo los clientes con un sinfín de conversaciones, a cada cual más incoherente, en las que se filtraban versos y personajes, historias leídas o inventadas que llamaban la atención de todos los que fueron, poco a poco, rodeándole para escucharle mejor. El broche final a tan asombrosa actuación lo puso justo después de brindar por la memoria de su padre, cuando fue a pagar y llevándose el sombrero al pecho dijo al dueño del local, Sr. Tabernero, su bálsamo contra la tristeza tiene un sabor horrendo, pero es tremendamente eficaz, le felicito. Y así se fue, manteniéndose en pie a duras penas y discutiendo consigo mismo sobre la existencia de dios, la posibilidad del destino y, como no, sobre las mujeres, el otro gran misterio del universo.

Pero a las nueve y media de la tarde el efecto del vino ya quedaba lejos y con tan sólo encontrar el porqué de su falta de ideas Hipólito volvió a sentir ese dolor que lo inmovilizó en aquella pared donde llevaba quince minutos apoyado convirtiéndose, una vez más, en el objetivo de las miradas que acechaban detrás de los ventanales. Todo pareció oscurecer de golpe, quedar en silencio, teñirse con una tristeza de la que acabó cayendo una lluvia maloliente que resbalaba por el borde de su sombrero. Entonces, al mirar hacia arriba, Hipólito descubrió que el agua procedía de un aparato de aire acondicionado, entendió lo absurdo del dolor, vio de nuevo la vida y comprendió que el silencio ofrece siempre el reto de llenarlo con palabras. Se armó de valor, aspiró con fuerza para proseguir la marcha y en su boca entró un verso enorme y elástico que comenzó a masticar violentamente a dos carrillos. Apenas rozaba el suelo con cada paso porque las palabras se hinchaban y lo tiraban hacia arriba, a tanta velocidad cogían volumen que llegó el momento en que no cupieron en la boca y fueron saliendo, como una goma de mascar, en un gran globo a cuyo final Hipólito se agarró con los mismos dientes convencido de que prefería morir antes que dejar escapar su mejor obra.
Diez minutos más tarde todo el vecindario se quedó helado al observar que, sobre los últimos fuegos de la tarde que se despedía, volaba la silueta negra de Hipólito enganchado a un enorme globo que salía de su boca. Como si el poeta se hubiese llevado todas las palabras del mundo para su vuelo, nadie fue capaz de articular ninguna, nadie excepto una mujer que, tras echar un breve vistazo al cielo, continuó su camino resignándose y diciendo este hijo mío, cuarenta años y todavía por las nubes ......


Para Rui, Ferni y Antonio Sánchez

2 comentarios:

barton dijo...

Hijo de puta...
¿Cuándo pasaste a escribir prosa mejor que yo?
Cómo te odio...

barton dijo...

Y gracias, claro...