11 de agosto de 2009


LECCIÓN DE VUELO Nº1

Al llegar a Sevilla, Aarón y Rui sintieron que el verano había concentrado todas sus fuerzas en aquella tarde de julio, la misma que precedió al que, años más tarde, recordarían como el maravilloso concierto de sus vidas. Asistir a un espectáculo multitudinario implica esperar durante varias horas a las puertas del lugar en cuestión para no convertirse así en el espectador que observa el escenario con el mismo gesto de quien dirige su mirada al horizonte. Por eso, Aarón y Rui pasaron la tarde en una fila de gente que detrás de ellos se alargaba y retorcía como una serpiente que avanza por el desierto, porque, a pesar de estar rodeados, a ellos le pareció estar perdidos y solos en medio del Sahara; el sudor abundante, la brisa incendiada por el calor y el polvo que ésta levantaba les hacían pensarse entre dunas, expuestos a los peligros de su engañosa naturaleza, y en busca de ese oasis que no tardó en manifestarse con la apariencia del vendedor de agua y refrescos que va recorriendo las playas nevera en mano. Después de un minuto observando sus movimientos, consiguieron convencerse de que aquel hombre extremadamente delgado y de piel tostada no era un espejismo, sino que era el elegido para hacerles más soportable esa espera que alcanzaba ya las dos horas, pero que ni siquiera, como ambos sabían, había llegado aun su mitad. Dos botellas de agua no fueron suficientes y el calor pasó de ser un incómodo compañero al único protagonista de la tarde, pues se terminaron las conversaciones, las bromas, las expectativas de espectáculo dejaron de proporcionar energía como lo habían hecho hasta entonces, y los dos, sin hablar siquiera, se dedicaron a contar los minutos que transcurrían entre los pequeños pasos por los que la fila avanzaba a un ritmo desesperante. Sólo volvieron a levantar la cabeza para buscar más agua, pero no solo no encontraron ni rastro del vendedor, sino que advirtieron que el silencio había caído por todos los alrededores del recinto, que los fans no cantaban, y que todos se habían convertido en una procesión triste y mojada, más tendente a la agonía que al Rock and Roll. El tiempo pasó despacio, muy despacio.
Transcurrida una hora, pudieron entrar en el estadio, donde al fondo se levantaba negro y majestuoso el escenario, el objetivo de todos los que parecían haber resucitado y, desatendiendo las indicaciones de los agentes de seguridad, corrían hacia él para defender con uñas y dientes su lugar en primera fila. Aarón y Rui no estaban en ese grupo, no obstante, el sitio donde decidieron hacer guardia no se alejaba más de quince metros del escenario, una distancia perfecta para disfrutar con total claridad del espectáculo, algo que les mantuvo el ánimo en alza hasta el momento en que volvieron a mirar el reloj. Dos horas más quizás fuese insoportable, y las piernas pesaban arrastrando hacia el suelo toda voluntad intentase sobreponerse al calor. Miraban con desidia a su alrededor, analizaban los gestos y el comportamiento de todos los entraban dejándose llevar por la emoción de estar por fin tan cerca de ver lo que ansiaban seguramente desde el mismo día que compraron su entrada, hace ya dos meses. Oteaban aburridos ese mar de gente, la superficie de cabezas que se perdía sin dejar un fin a la vista, y de pronto, como salida de la nada, la noche los sorprendió abalanzándose sobre ellos como un animal salvaje. El enorme murmullo que flotaba en el aire fue apagándose en la oscuridad, y Aarón y Rui volvieron a sentirse en un desierto coronado esta vez por un firmamento poblado de constelaciones que se retorcían y ellos imaginaban como grandes cristales helados donde la vida debía ser fresca y agradable. Entonces ocurrió. Desde una altura incomprensible, un gigantesco foco dirigió su luz al escenario, donde ya esperaba de espaldas la figura del Boss. Nadie aplaudió, nadie gritó, todos contemplaban, con un nudo en la garganta, a ese hombre que realizaba un pequeño gesto con la mano derecha para que absolutamente nadie emitiese ningún tipo de sonido. Sin girarse se descolgó lentamente su Telecaster, flexionó las piernas y de un impulso la lanzó al aire haciendo que Rui y Aarón, tirados por ella, saliesen despedidos mientras quedaban abajo una explosión de luz y sonido que comenzaba y acabó arrastrándolos, como una marea fresca e invisible, hasta el lugar donde el vuelo se convierte en una habilidad eterna a la que puede accederse con sólo elegir el recuerdo adecuado.



2 comentarios:

chotio dijo...

¿Hizo calor entonces? es que no me ha quedado claro jejeje. Que supurante relato, me ha llenado la boca de serrín. Voy a por agua.

Envídia me dais con el peazo concierto.

saludos
adié

barton dijo...

Qué frase final tan grande.