2 de noviembre de 2009

Cuando has dedicado gran parte de tus años a recibir la educación que ha de darte la formación necesaria para intentar sobrevivir en un futuro, las distintas aulas por las que has ido pasando se presentan un día en la memoria como el conjunto de paisajes que laten en el fondo de algunas de la más importantes etapas de tu vida. Etapas entre las que se encuentra aquella que contiene los maravillosos momentos a partir de los que vas cayendo, inevitablemente, en este eterno amor a la palabra.


Porque la campana que indicaba el inicio de la clase sonaba como la primera sílaba de un verbo elástico que, impulsado por el profesor, flotaba primero entre las cabezas de tus compañeros aun medio dormidos, que cogía peso horas después para caer a los pupitres donde a lápiz se escribían conversaciones fugaces, y que al final se volvía tímido y tembloroso al hablar con la primera mujer de tu historia. Mi recuerdo está hecho de palabras, y parte del pasado es un enorme rascacielos levantado sobre tiernos abecedarios, por cuyos pisos se reparten mesas verdes con mis amigos hechos niño, corriendo por esa gran torre de babel donde el tiempo pierde toda su linealidad.

Me gusta pasear por allí, como un viejo turista que observa las historias que yo mismo protagonizo una y otra vez y que, realmente, reescribo cada vez que las recuerdo. Suelo ir de aula en aula buscándome, y me siento justo a mi lado para leer lo que quizás aun no pasaba al papel, pero que sí estaba ya en esta cabeza acostumbrada desde joven a los más altos vuelos.

Es un edificio tan amplio que muchas de sus estancias están casi siempre sin luz, difuminadas, pero otras, en cambio, tienen un enorme sol en sus ventanas que hace perceptible hasta el más mínimo detalle. Como aquella en la que me levanto de la silla, a petición de don Andrés, y recito de la mejor forma que nunca recitaré el romance de Rey Don Sancho, Rey Don Sancho, no digas que no te aviso, que de dentro de Zamora un alevoso a salido……Y termino, y me siento tras la felicitación del profesor y la música del octosílabo hace que deje allí a aquel niño, aun sin gafas, y me vaya mecido hasta otra clase donde todos miramos a D. José Antonio intrigados por la leyenda que nos está contando, Miserere mei domini. Son estos dos capítulos por los que siempre paso.

La mágica arquitectura del lugar permite que las distintas habitaciones estén comunicadas por puertas que rompen las distancias temporales. Así, puedo estar viéndome hacer una división en el encerado y pasar a la clase contigua para entrar directamente a la facultad, al día en que una desconocida muchacha rubia se giró hacia mi para pedirme apuntes. No me importa, cuando asisto a esta escena, ver con total claridad el gesto de odio que pone al escuchar mi negativa, porque sé que será ella, tiempo después, la primera persona capaz de hacer que yo, totalmente obsesionado ya, le recite mis versos en esa intimidad que se alargo por varios años.

Lo cierto es que la poesía flota en el ambiente de este sitio. De hecho, es muy normal encontrarme, al andar por allí, con dos jóvenes poetas aun imberbes que se acercan a mi y me preguntan si he sentido ya mis primeros vértigos al observar el cielo nocturno, o si no he escuchado nunca los pájaros encerrados en las tuberías. Acostumbro entonces a pedirles que me acompañen y en el camino les voy explicando el porqué de tantos mensajes escritos en las paredes, quienes son sus culpables, hablamos y hablamos hasta que alguno de ellos señala que es hora de marcharse, no sin antes despedirse dejándome la mano llena de tinta.

Qué sería de mi recuerdo sin la palabra, sin ese arma cargada de futuro que nunca he dudado en utilizar, pues todos los cuerpos por los que fui pasando se mueven en aquellas habitaciones siempre preparados, bolígrafo en mano, para escribir y escribir; escribir en mesas, en libretas, en libros o en el mismo aire, como lo hacía cuando redactaba un hilo que iba desde mi asiento hasta la espalda de la eterna adolescente que delante, al otro lado de todas las clases, estudia ajena al mundo con sus gafas de ojos tristes.

Afortunadamente siempre quedan testimonios físicos que sujetan con firmeza las estructuras de este edificio a la realidad, puesto que uno se acostumbra desde el principio a guardar todo papel que cree importante y lo va acumulando en una vieja carpeta archivadora que se va hinchando, preñada de vida, con el paso de los años. Pero es necesario desengañarse, un simple objeto nunca podrá dar cabida a tanta historia y sus fuerzas irán cediendo hasta que, tal como me ocurrió esta mañana, sientas una explosión el desván que te haga correr asustado hasta él para comprobar como la carpeta ha quedado hecha pedazos y el suelo, en un cine de papel, reproduce uno a uno tus mejores momentos.

"Apuntes desde el aire" Diario de Hipólito el Poeta