15 de noviembre de 2009

Varios días después del funeral de Matilde Suárez, su hija Irene pensó que ya no tenía sentido permanecer más tiempo en la casa que durante dos largos años había visto marchitarse tristemente a su madre, por lo que decidió coger las cosas necesarias para estar unos meses fuera, en algún lugar lejano donde poco a poco se fuese desgastando el aterrador recuerdo de esos último momentos de agonía.

Llevó a cabo los escasos preparativos del viaje con toda la rapidez que pudo sin otro fin que dar por terminado cuanto antes aquel episodio; hizo varias llamadas para comprar billetes y avisar a amigos y familiares de sus planes, y llenó una enorme maleta con todo tipo de ropa, ya que no tenía muy claro cual era su verdadero destino.

No soportaba estar entre aquellas paredes, pero antes de salir por la puerta, en un acto de despedida, no pudo evitar entrar en la habitación de su madre, donde hubiese encontrado todo igual que siempre si no hubiese sido por una pequeña mesa plegable, con su respectiva silla, puesta debajo de la ventana. No recordaba haber visto nunca esa mesa, en cambio si recordaba el sobre amarillento sin abrir que estaba encima de ella, la carta que su madre había recibido la semana anterior, justamente el mismo día en que sufrió el derrame que acabaría con ella. Un tal Hipólito aparecía en el remite, y vencida por la curiosidad, tomo asiento en el lugar que su madre había dispuesto para hacer lo que le impidió la muerte, pero que ella sí llevaría a cabo abriendo el sobre y leyendo el único folio que había en su interior:


                                                                       15 Noviembre 2009


Ay Matilde, ahora que tu cuerpo es ya un oleaje blando de pieles vencidas, atraviesas la calle y todos los años para tirar de mi brazo y exigirme, senil, el amor que te prometí un día. Ahora que nada tiene sentido, justamente ahora, me pides que te escriba.

He intentado buscar esta mañana, cuando me asaltaste desvalida y loca, a la joven Matilde de la que nada había ya en esos ojos de anciana que intenta sobrevivir, totalmente desorientada, en la antesala de su muerte. Tu ropa ya no tenía esa ligereza que te marcaba las piernas cuando el viento soplaba por los campos adonde huíamos para sacar partido a nuestros cuerpos de veinte años, el pelo, largo y castaño en otros días, era ahora nieve escasa y triste, y tu cara, tu gesto desquiciado, no puede ser aquel que blanco y liso aparece en la pequeña fotografía que de ti conservo.

No, no tienes derecho a abordarme, justo enfrente de tu casa, y agarrarte a mí como un naufrago que no suelta los pedazos que flotan después del desastre, no, por favor, no me pidas que te escriba. Porque sólo podría hablarte del olor a rancio que desprendes, de los dedos que se clavan como garras en el brazo, o de lo innoble que puede llegar a ser la muerte, empeñada en robarnos lentamente la dignidad y hacer de nosotros seres indefensos y babeantes. Y es que, a pesar de que el tiempo ha pasado como un huracán sobre este pueblo del diablo, nunca ha conseguido separar de mí esa joven imagen tuya que me acompañaba en tantas noches, pues aunque tú no lo sepas, yo te inventaba conmigo, vivíamos juntos en los paisajes de la ficción donde nunca envejecías ni me negabas, aunque fuera dieses tu vida a otro que jamás se hubiese entregado como yo, que me hubiese dejado morir hasta llegar a esa locura con tal de estar contigo. No, Matilde, no me merezco esto ahora, ahora que por fin he aprendido a sobrevivir en la palabra no puedes obligarme a bajar al mundo y verte así, derrotada, la desdentada viuda de Javier Hernández, a la que los recuerdos se le clavan como puñaladas de un pasado mejor.

Tendría que haberte dicho todo esto mientras te observaba aterrado, y en realidad lo intenté, luché por dejar mi cobardía a un lado y cuando estaba por fin decidido, cuando articulaba la primera sílaba de esta confesión, ha salido tu hija y, pidiéndome disculpas, te ha llevado de nuevo a casa.

Y en la vuelta a la habitación desde la que ahora escribo, he sentido otra vez esa soledad olvidada, porque tu imagen de veinte años se ha marchado, creo que para siempre, y por más que busco sólo encuentro un vacío del que brota el olor a rancio del viejo que yo también soy. Quizás deba odiarte por quitarme otra vez la vida, o quizás deba asumir de una vez por todas que el final me aterra, que yo también necesito una mano real a la que agarrarme. Sin embargo no, nunca volveré a escribirte desde el amor, pero si puedo amarte desde la mentira de tu mente rota, que no existe más verdad que aquella que cada uno imagina para sobrevivir, mi querida Matilde, aquí me tienes, loco también por el miedo y dispuesto ya a morir contigo, aunque nunca nadie nos recuerde juntos cuando se estén pudriendo nuestros cuerpos.

Siempre tuyo, Hipólito

“Apuntes desde el aire.” Diario de Hipólito el poeta.

1 comentario:

barton dijo...

Piénsate mucho lo de creación, que aquí hay material y muy muy bueno.
Enhorabueno de parte de un tío envidioso haciendo bicicleta.