6 de diciembre de 2009


Epílogo

El seis de diciembre de 2009, Montijo amaneció alarmado por el rumor que de boca en boca fue expandiendo la noticia de tener deambulando por sus calles al fantasma de Hipólito el poeta, hecho que la imaginería popular, haciendo uso de un ingenio inaudito, explicó con la invención de que había regresado del otro mundo para escribir el verso que solo puede escribirse una vez conocida la muerte.
           
Algún tiempo tardó en olvidarse un misterio que nunca dejó de serlo, y que durante varios meses convirtió a Hipólito en el personaje de ficción que quizás le hubieses gustado ser en vida, pues sí algo había cierto en aquello, es que Hipólito murió durante esos días, pero no la noche del cinco de diciembre, como en un principio pensaron todos  y, más que nadie,  su sobrina política.
           
A sus ochenta y tres años Hipólito se vio obligado a abandonar el que había sido el hogar de sus padres para instalarse con un sobrino que tuvo que batallar con él para convencerlo de que a su edad ya no era conveniente que estuviera sólo, y que con él y su familia tendría siempre un sitio. Hipólito supo siempre que esa era una verdad a medias, de la cual la parte de mentira la llevaba Encarna, mujer de éste y quien, desde un primer momento, mostró sutilmente su incomodidad ante un huésped tan inoportuno. Pero Hipólito, aun siendo consciente de ello, olvidó pronto las reticencias a dicha mudanza animado por el ambiente familiar de aquella casa donde la locura de tres niños que no superaban los diez años hacía que el silencio brillase por su ausencia, y llenaba la rutina del poeta de una vida desconocida hasta entonces para él.

No obstante, el tiempo en soledad hace de todo hombre un ser huraño y sus costumbres, a fuerza de repetirse, terminan por admitir el matiz de rituales inviolables. Se hacia difícil la convivencia con alguien que muchas noches se encerraba en su habitación escuchando tangos a todo volumen y bebiendo alguna botella que nadie jamás supo donde la escondía, pero que sin duda existía porque más de una vez salió de la habitación de madrugada y borracho, tirando a su paso todo lo que encontraba. Alguien a quien nunca se le podía importunar en sus momentos de lectura por miedo a su desagradable reacción, alguien que se enrabietaba violentamente en la mesa cuando en la televisión los políticos decían algo que no era de su agrado, o alguien incapaz de fingir y que dedicaba el poco amor que le quedaba a los niños y a su sobrino, mientras que para Encarna, quien cargaba todo el trabajo de su mantenimiento, dejaba una afilada ironía que acabó convirtiendo la incomodidad de ésta en algo muy parecido al odio.

Pero ambos sabían que aquella rivalidad no duraría demasiado, ya que Hipólito sintió de golpe todo el peso de su edad y entró en una  decadencia que en un año le fue quitando poco a poco la energía hasta el día en que se vio sin fuerzas para levantarse de la cama. Fue entonces cuando decidí visitarle.

Una niebla espesa inundaba la calle la noche en que Encarna abrió la puerta y se encontró conmigo. Hipólito esta dormido y muy cansado, es mejor que ahora no vea a nadie, respondió ante mi petición de entrar. Pero no pudo dejarme fuera cuando comprobó, tal como le insistí, que el poeta no estaba dormido, todo lo contrario, había despertado con una vitalidad como hace tiempo no tenía. Me senté a los pies de la cama mientras el médico, que ya había terminado su reconocimiento diario, recogía sus utensilios y nos advertía que podíamos estar tranquilos, pues por ahora se encontraba bastante estable.

Creo recordar que pasé cerca de una hora metido en aquella habitación, mecido por una conversación que hondeaba entre la literatura y la vida, o entre la ficción y la realidad, de la que Hipólito, entre risas, se jactaba ser un sabio desconocedor.

- Muy a mi pesar, caballero, tengo que marcharme- dije llegado el momento de irme, mientras me ponía el abrigo y sacaba de él un libro que le tendí justo antes de darle la mano – Como siempre, ha sido un auténtico placer.

- Muchas gracias por el libro, Don Antonio, no imagino a nadie mejor que al señor Unamuno para darme la extremaunción.

En el camino de vuelta fui revisando lentamente la vida de Hipólito, los desordenados capítulos que de él conocía, los versos que pude leer, toda una historia que continuó girando en mi cabeza durante  una noche en la que varias veces me asaltó también la pregunta de si realmente existe una muerte digna. No dormí prácticamente nada, ya que conseguí conciliar por fin el sueño cuando amanecía, pero pocas horas después me despertó una vecina que desde la calle, totalmente histérica, gritaba a los cuatro vientos que había visto el fantasma de Hipólito el del tabernero.

Para cuando la mujer logró recuperarse ya circulaba por todo el pueblo la noticia que a partir de los testimonios de otros vecinos, que también afirmaban haberlo visto, se fue exagerando y  transformando con gran rapidez en un cuento donde se hablaba de un Hipólito enorme y poderoso, vestido de negro y con una lista de personas que llevarse a las tinieblas, o un Hipólito malvado que en la punta de su bastón tenía la magia negra de la muerte.

Fueron cambiando las versiones del relato hasta que se impuso, con los meses,  la que, libre de adornos literarios, supuestamente se ajustaba con mayor precisión a los verdaderos hechos. Según ésta, la noche antes de las apariciones Hipólito recibió una extraña visita de alguien cuya identidad nunca se supo, una visita tras la cual el poeta quedó sumido en un profundo estado de relajación con el que pronto pudo quedarse dormido. Todo lo contrarió que Encarna, quien ,incomoda por sentir el hueco en la cama que dejaba la falta de su marido, de viaje por trabajo, no hacía otra cosa que intentar dormirse mientras se preguntaba quién podría ser el joven que hace unas horas había estado largo rato con Hipólito. Agobiada por el insomnio, decidió levantarse e ir a ver la tele, descubriendo en el camino al salón que de la habitación de Hipólito salía la luz de la lámpara, ella misma habría olvidado apagarla al salir de allí.

Desde la puerta vio claramente que Hipólito estaba muerto. Se acercó al cuerpo para cerciorarse y le cruzó los brazos sobre el pecho. Quince minutos después ya había salido de la habitación habiéndolo vestido con uno de los muchos trajes que había en su armario. Eran las cinco de la mañana y Encarna  llamó entonces a su marido y a algún familiar íntimo que le hiciese compañía hasta que comenzase propiamente el duelo.

En breve fue a abrir la puerta a su hermana, y juntas acondicionaron la casa para toda la gente que pronto iría llegando. Llamaron después al médico y al seguro que dio aviso a la funeraria, por lo que a las siete en punto el coche fúnebre aparcaba cargado con un ataúd que permanecería vacío durante mucho tiempo, porque cuando guiados por Encarna, lo llevaron a la habitación, encontraron vacía la cama donde debería estar Hipólito.

Sin embargo, en dicha versión de la historia, por puro desconocimiento, se omite la narración de lo sucedido una hora antes de la llegada del ataúd, momento en que las primeras luces del día entraron por la ventana despertando a Hipólito y descubriéndolo vestido con el que siempre había considerado uno de su mejores trajes, ante lo cual se levantó, cogió su bastón y su más elegante sombrero, y salió por la puerta para dar uno de esos paseos que tanto echaba de menos.

 Hipólito se sintió de nuevo con energías para salir a la calle mascando un verso, para andar sobre heptasílabos y endecasílabos, para llenar su camino con los acentos y las metáforas irónicas que le iban sugiriendo las miradas de pánico de los vecinos que se cruzaban con él y a los que, seguramente minutos antes, les habrían comunicado la muerte de este esa misma noche. Saludaba con grandes reverencias, jugaba con el bastón en un alegre estilo chaplinesco y alargó su paseo durante tantas horas que el pueblo entero, confuso, terminó por perderle la pista.

Realmente nadie supo nunca que fue de él, puesto que la mayoría de los vecinos, aunque admiten todo el resto de la historia como verdadero, se niegan a creer un final que cuenta como un pastor lo vio subir a lo más alto del monte y situarse en el borde de un despeñadero desde donde, con los brazos abiertos, se dejó caer hacia el abismo. Quizás tengan razón y esto, como tantas otras cosas, sea solo el fruto de la imaginería popular, porque alguien, pasado el tiempo y movido por la curiosidad, se acercó allí un día en busca de los restos del poeta, pero no encontró nada, ni rastro del cuerpo, tan sólo dio con un  pequeño diario en cuya portada podía leerse: “Apuntes desde el aire”.

1 comentario:

barton dijo...

Es... emocionante. Es un final brutal.
Estás escribiendo algo muy muy grande.
Hijo de puta.