21 de marzo de 2010

Man on Wire

Hice algo magnifico y misterioso, y conseguí un práctico “¿por qué?”, y la belleza de todo ello es que no necesité ningún “¿por qué?
                                                                                   Philippe Petit


Aunque no han sido pocas las ocasiones en que, mientras veía subir los créditos finales de determinada película, he sentido casi la necesidad de saltar hasta el escritorio para redactar las impresiones que me ha dejado aquello que acabo de ver, siempre he resistido la tentación convencido de que esa es tarea de quienes, con más experiencia y criterio, pueden aportar un análisis más profundo, coherente y enriquecedor para el posible lector que acuda a una crítica cinematográfica. Sin embargo, Man on Wire me ha dejado en las manos un material que es imposible no aprovechar, y no hablo, por tanto, de cuestiones más o menos técnicas, de las que sólo apuntaré el logrado ritmo narrativo a través del cual, en el progresivo descubrimiento de los preparativos de la fantástica hazaña, es capaz de crear emoción e intriga hacia un final que el espectador conoce a priori, y al que nos conduce un genial Philippe Petit agitando los estáticos planos del testimonio mediante esa mágica entonación y mímica circense que acompaña a un discurso tan plagado de literatura que he tardado bastante en elegir la cita que encabezaría este texto. Me refiero concretamente a la maravillosa idea que supone el principio y que late siempre bajo toda la cinta: la locura del artista que sube a la cima del mundo desafiando a la ley y a la muerte movido únicamente por el afán de la belleza.





Este poeta, cuyo sueños seguramente hacen de la órbita lunar un alambre blanco, ve cierto día en un periódico la imagen de las futuras torres gemelas, y entonces, eclipsados por el descubrimiento, sus anteriores logros dejan de tener sentido, ya no importa que haya conseguido escribir un verso en lo alto de Notre Dame, porque para un verdadero artista su labor es ante todo búsqueda, una forma de superación continua que le lleva a plantearse siempre nuevos y mayores objetivos. Y del mismo modo que el equilibrista necesita para alcanzar su meta planear ciertas operaciones a modo de estrategia, el otro poeta, el de a pie, también despliega una serie de preparativos para alcanzar la consecución de su texto.

Presentarse en la puerta de las torres gemelas con un gran alambre colgado al hombro e intentar subir así, sin más, sería tan absurdo como imposible, amén de la muestra, por su parte, de una gran falta de profesionalidad. Necesita un plan de actuación y un grupo de amigos, tan locos como él, que le ayuden a diseñarlo y a llevarlo a cabo. Por eso el otro poeta, el de a pie, no puede enfrentarse solo a su tarea, así que organiza continuas reuniones, por lo general llenas de humo y café, en las que alrededor de la misma mesa se sientan los fantasmas de sus admirados escritores junto a todos los poetas que el mismo ha sido y que fue abandonando con el final de cada obra. Es necesario discutir, llegar al común acuerdo de los puntos estratégicos. Determinar que imagen es idónea para pasar desapercibido ante el guarda de la puerta es crucial, y, del mismo modo, la longitud de cada verso deberá responder a un cálculo preciso que evite que alguien dé la alarma al verlos subir por las escaleras. Han de ser movimientos certeros, no pueden transportar la idea atada con un vago lazo a las palabras, hay que sujetarlas firmemente, clavarlas si es preciso con la punta de una honda metáfora y tener siempre a mano un aliteración que llena de eses los haga subir en un suave y súbito silencio. Aunque no lo parezca, la espontaneidad suele ser sólo un efecto óptico, bajo cada caos late un cosmos igual que cada hipérbaton responde a un contundente sentido.

Nada debe estar relegado a la improvisación. Esta fue quizás la máxima del entonces joven Philippe, máxima a la que, dadas las circunstancias, no tuvo más remedio que desobedecer en algún momento de aquella histórica hazaña, cuando, por ejemplo, permanecieron ocultos bajo una lona a la espera de ver el terreno libre de cualquier peligro. Y es que hay que saber domar la urgencia que cabalga junto a todo momento creativo y hacer de la serenidad un arma productiva. Es por eso que el otro poeta, el de a pie, tiene que saber alejarse del texto en determinado momento, dejar que se enfríen y solidifiquen sus formas para enfrentarse luego a él desde un punto de vista que habrá ganado en objetividad. Pero el equilibrista terminará por salir de su escondite, el texto de su cajón, y todo continuará.

En la última planta, a la intemperie de la noche, el boceto ya ha dejado hace tiempo de serlo y se ha convertido en una obra que necesita ser rematada, pulida. Hay que llevar a cabo los últimos pasos del proceso, aquellos que necesitan un pulso seguro y afilado que debe mantener siempre una concentración dulcemente estresante. Poco a poco irá llegando el día con la niebla de las dudas, la desesperación producida por una flecha que no acaba de encontrar su destino, pero hay que persistir, hacer del arte un impulso vital que obliga a seguir siempre hacia delante, trabajo, trabajo y más trabajo para que Philippe, por fin, vea su alambre dispuesta entre las nubes y resistiendo al viento gracias a los acentos que la sujetan con fuerza a la vigas de cada torre.

Es entonces cuando el otro poeta, el que ya no es de a pie, en la torre opuesta a la de Philippe, comienza, a la par que éste, su camino hacia el centro del alambre, donde ambos se encontrarán para perderse en su desafiante equilibrio como el niño que inmerso en su juego es capaz de vencer a la muerte armado únicamente con su imaginación.

Y ante todo esto no podemos olvidar el último y crucial objetivo de tanta dedicación, el cual no es otro que el de conseguir que alguien, al amanecer, cierre tu libro y se vea a sí mismo andando por el cielo, junto a un poeta, entre las brumas de un nuevo día

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