19 de abril de 2010

Pasos hasta Matilde

Este pueblo tiene un asfalto triste y roto en el que las lluvias suelen dejar algo parecido a un sembrado de espejos, y en ellos me gusta mirarme cuando salgo en la búsqueda de tu cuerpo y del ritmo que en esos días, como hoy, me humedece la boca y todas las palabras que durante la mañana llegan a la oficina junto a tu imagen. Después de los temporales voy quedando mi rostro en todos los charcos, en todas las láminas que se van rompiendo cuando, animados por un cielo más alegre, los vecinos dejan sus casas como el animal que ha estado dormitando durante largo tiempo. Y mientras camino se deshacen tras de mi, a través de las hondas, las caras que bien podría ser, si un frío repentino llegase y las convirtiese en hielo, los fotogramas de  esta película  que va desde mi casa hasta la tuya siempre que las tardes coinciden con un remanso de las lluvias,y en la que nunca falta el coro de figurantes con los que suelo cruzarme. No habían dado aun las siete en el reloj y el cielo se ha abierto señalando el inicio de mi viaje hasta ti.


Duraba mi paseo algo más de quince minutos cuando dejando atrás mi barrio he entrado en la calle Pather, donde he visto, como siempre y a la misma hora, a Fabián “El Grande” con su perro diminuto. Como un gigante derrotado agarraba la correa perdiendo la mirada en el lomo manchado del animal que lo arrastraba tanto a él como a sus pensamientos, quizás imágenes de otros días, o tal vez recuento de todos lo años encargados en robarle la vitalidad de su juventud escasa y mal aprovechada, energía perdida e irrecuperable de la que apenas queda la fuerza suficiente para imponerse ante ese perro ridículo a su lado, por el que seguramente sienta la misma indiferencia que por cada elemento de la vida rutinaria que se le ha echado encima. No ha saludado, también como siempre, y es una pena porque por lo general suele ser el único vecino que me cruzo en las aceras de esa gran arteria que une los extremos del pueblo y que, por ser la calle de mayor edad, guarda cierto aire histórico agradable, pues está formada por los viejos y enormes caserones pertenecientes en otros tiempos a los ya caducos burgueses, o a antiguos nobles de nombre altisonante de los que únicamente permanece el recuerdo plasmado en alguna inscripción conmemorativa de determinadas fachadas. He empezado a recorrerla a pasos cortos, rápidos, de pocas sílabas, creyendo que ella solo me deparaba los susurros de los viejos y arrugados búhos que suelen acecharme allí desde ventanas y puertas entreabiertas, pero al llegar justo a la mitad he podido ver como a lo lejos se aproximaba despacio, esquivando charcos torpemente, Don Danquilas, el viejo afilador. Desde niño siempre me gustó hablar con este antiguo amigo de la familia, nunca he dejado de verlo como a aquel mago de bolsillos interminables donde se guardaba los misteriosos objetos que después ponía sobre la barra de la taberna provocando mis más inocentes asombros y las escondidas sonrisas cómplice de mi padre, quien mientras limpiaba un vaso tras otro, inventaba junto a Danco, como él le llamaba, las supuestas historias que explicaban como aquello había llegado hasta allí. Aminoré el ritmo para que pudiese reconocerme, ya estaba algo ciego, de hecho, la ultima vez que me lo crucé, pasó varios minutos quejándose de esa maldita ceguera que le había obligado contra su voluntad a jubilarse, que si por él hubiese sido nunca habría dejado de salir cada mañana a la búsqueda de tijeras y cuchillos para afilar. Entonces, mientras se acercaba sin advertir aun mi presencia, para mi sorpresa, ha sacado de uno de sus maravillosos bolsillos su flauta de pan y ha comenzado ha llenar el aire de notas que, por algo que no puede ser otra cosa que arte de magia, han despertado en las entrañas de aquellas casas a una ingente cantidad de niños que gritando se han echado a la calle con las manos cargadas de lápices de colores. Y cuando lo han rodeado éll ha vuelto a introducir en la chaqueta la mano que le quedaba libre para sacar algo extraño. Tarde en desvelar la función de aquel objeto dorado, sin embargo, los niños si reconocieron el sacapuntas en forma de pez amarillo en cuanto Danquilas lo levantó haciendo que todos alzasen también sus lápices gritando cada uno por ser el primero en dar de comer al pescado.

Allí lo he dejado, sin atreverme siquiera a intrometerme en aquella algarabía para saludarlo, contrariado por llevar encima solamente  una pluma estilográfica, y he seguido mi camino hasta finalizar la calle y torcer a la derecha en dirección a tu barrio, el barrio de San Patricio.

El que su puerta estuviese todavía repleta de charcos no ha significado un impedimento para que Juan de Dios saliese, manguera en mano, a darle la concienzuda y diaria riega de cada pedazo, a cada centímetro cuadrado, del fragmento de acera que se extiende a lo largo de su fachada y que el defiende atrincherado detrás de la ventana a través de la cual se le suele ver, aunque él intente evitarlo, enredado entre las cortinas a la espera de que alguien cometa la osadía de pisar su territorio, algo no del todo aconsejable, porque si esto ocurre él saldrá gritando, pidiendo explicaciones por tal cosa y esgrimiendo la amenaza de denunciar la irregularidad al ministerio de defensa, lugar donde él tiene grandes amistades. Juan de Dios siempre fue muchacho extraño, la locura se palpaba en él desde su más tierna infancia, y a lo largo de la su vida se ha manifestado a través de los distintos personajes en los que ha ido convirtiendo, la mayoría de las veces para regocijo de los vecinos. Los dos años que sucedieron a la toma de contacto con el cuerpo de Cristo, es decir, a su primera comunión, los pasó escribiendo cartas que después, a modo de cartero celestial, iba dejando por casas y buzones explicando que era Jesús quien las escribía y que él era un simple mensajero. No sé muy bien si el destinatario de cada carta era elegido al azar o si, por el contrario, todo respondía a una estrategia que perseguía particulares escarmientos morales, sólo sé que aun guardo aquella en cuyo final se podía leer: Bienaventurados los que por su pecado quedan ciegos, porque sólo ellos deberán buscar con las manos sucias a Dios entre las tinieblas. Tiempo después, herido ya por el fuego de los primeros amores, o de sus hormonas, se dedicó a salir a la calle ataviado con una capa y un antifaz en busca de muchachas a las que proponerles un especial trato que lejos de conseguir el favor femenino, las alejaba aun más de él. Abrázame, les decía, si me abrazas conseguiré liberarte de este reino del mal, y te llevaré volando hasta lugares inimaginables. Como realmente Juan de Dios no supuso ni supondría nunca un peligro, todos, llevados también por cierta compasión, daban carta blanca a sus locuras, e incluso a veces alimentaban el fuego de su imaginación siguiéndole la corriente. Tal fue el caso de Fernandita, una joven a la que Juan de Dios se empeñaba en abrazar, quizás por los enormes pechos con los que la pubertad le había agraciado, y que cierto día, cansada de las continuas persecuciones del enmascarado, le abrazó largamente a la espera de su reacción. Pero nada ocurría, Juan de Dios se mantuvo enlazado con fuerza, callado, quieto, tan quieto que al final ella tuvo que zarandearlo para que abriese los ojos y despertarse. Y así fue creciendo, pasando por ser agente secreto del alcalde, el ahuyentador de tormentas que increpaba al cielo cada vez que una se presentaba o, entre otros muchos, un matemático visionario que se empeñaba en realizar multitud de operaciones con las matrículas de los coches, convencido de que así encontraría la fecha en que nacería en nuestro pueblo un futuro rey. Sin embargo, como realmente nos ocurre a todos, la madurez acrecentó su soledad y le apagó la imaginación, con lo que su locura se redujo a la tristeza de pasar días enteros recorriendo la misma calle arriba y abajo, o gastando las horas sentado con la mirada perdida en el umbral de su casa. Pero cierto verano surgió la nueva tarea de mantener impoluta la parcela de la calle que él consideraba suya, y comenzó a regarla constantemente hasta en las más inhóspitas horas, queriendo la casualidad que una noche de sábado, ya de vuelta a casa, dos jóvenes animados por todo el alcohol propio de un día de fiesta, lo viesen salir con su manguera y sin pensarlo se fuesen hasta él para pedirle que los refrescase, algo que él hizo a modo de líquido fusilamiento, pues les dijo que se colocasen en la pared y dirigió directamente el chorro a toda presión contra sus cuerpos, empapándolos completamente mientras ellos gritaban de júbilo despertando a todo el vecindario. Justo una semana después, al salir a la calle casi a la misma hora, Juan de Dios se encontró con toda una multitud de jóvenes esperando ansiosamente para ser regados, con lo que se dio inició a una tradición veraniega que aun hoy persiste, y que consiguió devolver a Juan la creatividad por la que ahora explica que aquel lugar debe estar siempre limpio e incorrupto, pues es un sitio sagrado, es el sitio desde donde él, en verano, limpia la suciedad temporal a los jóvenes para que no crezcan nunca.

Lo cierto es que deber existir algún fundamento psicológico que explique la especial obsesión manifestada por algunos seres humanos con respecto a la limpieza. Paco, por ejemplo, al que he saludado después de dejar atrás a Juan, también estaba inmerso, como tantas otras veces, en la limpieza de su automóvil, hecho que por si sólo no llama la atención, lo verdaderamente impactante es que, puesto que se trata del enterrador municipal, el coche que limpia a diario, incluso en sus vacaciones y días de descanso, es el coche fúnebre. No deja de resultar pintoresco, pero al fin y al cabo la muerte es un oficio como otro cualquiera, y es común encontrarse con gente incapaz de vivir más allá de su trabajo, por eso es frecuente escuchar a Paco decir que una de las cosas que peor lleva de tener que morir algún día es que su entierro no podrá tener la clase y elegancia que solo él podría darle.

Antes de tomar dirección a tu calle he optado por entrar en el Parque Viejo para buscar la suerte que Domingo me promete en cada cupón que me vende, he ido directo al banco donde sé que puedo encontrarlo a estas horas, la parte del día que él dedica a darle compañía a Jazmín, pseudónimo profesional de Amparo, histórica prostituta del pueblo que últimamente ha hecho del lugar su zona de trabajo, por presentar este, supongo yo, una geografía llena de recovecos, lo cual hace más fácil camuflar sus quehaceres. Nunca he comprendido que clase de inspiración divina o infernal tocó cierto día la cabeza de Amparo y le dio la magnífica idea de dedicarse a vender su cuerpo, pues amén de no haber estado nunca en la necesidad de tal cosa, es una mujer no demasiado agraciada, y estoy haciendo uso aquí de la amabilidad del eufemismo. Pasa el día caminando por el parque, a la espera de clientes que rara vez llegan, y recogiendo flores que se pone en el pelo y que hacen que Domingo, después de sentarse, pase diez segundos aspirando profundamente para adivinar el nombre de la flor. Me consta que todas las habladurías se equivocan y la relación entre ellos no es ni mucho menos un negocio para Amparo, ya que como el mismo Domingo señala, él no puede perder en tales cosas ni el poco dinero que gana ni las energías que necesita para levantarse todas las mañanas y recorrer el pueblo. Estaba a diez metros de ellos cuando he escuchado la risa de ambos y Amparo, viéndome llegar, ha comenzado a hablarme a gritos. ¡Mira, Hipólito, el mi cieguito, que le digo que si quiere puede tocarme una teta y me pregunta que para qué! Bajo las oscuras gafas de Domingo escapaban las lágrimas producidas por una risa que apenas le dejaba explicarse. Pero mujer, ¿no entiendes que para mi no tiene sentido tocarte, que para mi tu cuerpo está en tu voz, que en su melodía, en su honda, están tus curvas, y que el simple hecho de escucharte ya es como si te estuviese acariciando? Boquiabierta, tal vez queriendo entender lo que acababa de escuchar, o tal vez asimilando las que seguramente hayan sido las más hermosas palabras que en la vida le hayan dedicado, Amparo se ha mantenido en silencio mientras Domingo separaba mi cupón del resto, el nueve como siempre, y se ha negado después a cobrármelo, como tampoco ha aceptado mi invitación a la taberna, pues según me ha recordado, la última vez que fue a tomarse un vino conmigo acabo con tal borrachera que pudo ver durante varios segundos.

Una de las salidas del parque da la calle Atrás, en cuyo mitad, antes de ser atravesada por la tuya, el espacio se reduce extrañamente y las fachadas de ambos lados quedan separadas por la distancia de unos escasos tres metros, que es más o menos la longitud que debía tener el hilo que en un primer piso salía de una ventana y llegaba hasta otra situada justo enfrente. Conforme me acercaba he podido saciar mi curiosidad al comprender que dicho hilo estaba uniendo en realidad dos vasos en función de auriculares, y que la vez, esos vasos unían indirectamente a dos niños que terminaron por asomarse a sus respectivas ventanas desilusionados por un juego sin resultados. Tenéis que tensarlo mucho, les aconsejé, para que funcione el hilo debe estar todo lo tenso que se pueda, y enseguida se adentraron los dos en la oscuridad de sus ventanas haciendo que él hilo quedase perfectamente tensado. Cinco segundos tardó en aprovechar este soporte un gorrión que se posó en el hilo antes de comenzar un vuelo potente y prácticamente vertical hacia las alturas casi en el mismo instante en que uno de los niños salió emocionado a la ventana y gritando a su compañero; ¡Funciona! ¡Funciona! ¿Pero por qué has dicho "el cielo es mío"?

Y yo he seguido hacia delante, y he echado de menos la tristeza del asfalto, sus charcos, porque tu casa se aproximaba y hubiese querido un espejo para atusarme este minúsculo bigote, o donde poder comprobar si era perfecta la inclinación de mi sombrero, pobre iluso, creí que nada iba a imponerse ante el momento de tenerte delante. Pero del viejo conservatorio en el que nacen las melodías tantas veces disfrutadas por nosotros en tu ventana, ha salido una avalancha de músicos uniformados que han taponado el camino mientras, cargando con sus instrumentos, en un agitado caos, iban buscando cada uno al compañero que iría delante, una vez alineados, para sujetar a su espalda las partituras con una pinza de la ropa. Han terminado por colocarse en un cuadrado perfecto del que, a la orden del director, ha brotado un pasodoble que nunca vería su fin, ya que al parecer algún Dios se ha apiadado de mi, ha cerrado nuevamente el cielo y ha dejado caer una tromba de agua capaz de dispersar a los músicos. Y la banda municipal se ha transformado entonces en el mar que abre sus aguas en dos para dejarme ver por fin, al otro lado, la mujer a la que siempre han ido dirigido todos mis pasos.

 
            CONTRAPASEO
           
           (...o versos de vuelta a casa)
 
Desde tu cuerpo a mi soledad
desfilan los músicos bajo un agua
que cae ahogando en tubas y trombones
al lento gorrión, mi voz
deshecha en un hilo de burbujas.
Suben en su vaga melodía, recorren
la muerte del aire y dejan
de su vientre salir el tiempo herido
notas grises de la flauta
que ha de hacer dulce mi rutina
sabiendo que otra lluvia
hará mañana aparecer
nuestra imagen sobre los charcos.
 
"Apuntes desde el aire" Diario de Hipólito el Poeta.

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