28 de mayo de 2010


¿Es usted Hipólito?  Durante los diez minutos que había estado esperando delante de aquella enorme puerta, cuya aldaba en forma de mano había hecho que mis dos llamadas desapareciesen despacio y largamente en lo que parecía una casa deshabitada, caí en la cuenta de que  el hecho de haberme declarado públicamente como el biógrafo de un personaje al que los vecinos, en su mayoría, consideraban poco más que un pobre desgraciado, podría haber sido y sería motivo de gran cantidad de burlas y bromas hacia mi, otro pobre iluso. Bromas entre las que quizás se encontrase la llamada que me había citado allí aquel día para facilitarme un material que supuestamente me sería útil en mi propósito. Fue por eso que respiré con algo de tranquilidad cuando escuché un cerrojo que se deslizaba para dejar que la puerta se abriese y apareciese ante mi una raquítica adolescente que lanzó al momento, después de un súbito hola, la extraña pregunta devolviéndome la sensación de que estaba siendo victima de algún tipo de mofa ¿Es usted Hipólito?. No, yo no soy Hipólito, niña, yo me llamo Antonio, Antonio Sánchez Y al percibir la incomodidad en una respuesta tan inesperada para ella como para mi lo fue la pregunta, se quedo inmóvil, sin saber que hacer ni decir, como una estatua de sonrisa ancha y circunstancial por la que asomaban unas ortodoncias propias de la edad a la que yo personalmente nunca he añorado lo más mínimo. Pero alguien acabó con aquello y nos prestó auxilio desde el patio que al fondo aportaba a la casa la poca luz que esta parecía tener, una mujer apoyada en un bastón que enérgicamente, con el brazo que le quedaba libre, comenzó a hacer señas para que fuésemos hasta ella.

A pesar de la penumbra reinante, mientras avanzaba tras la muchacha  pude ver como las altas paredes del pasillo se colmaban de cuadros, figuras y  objetos dispares, manifestaciones de las más diversas culturas, y por las que no era difícil deducir la inclinación de quien allí vivía por los viajes, de hecho, sólo entonces y no en el momento en que tras la citación colgué el teléfono, recordé que aquella dirección, el número 13 de la calle Pather, aparecía en algún escrito de Hipólito como las señas de la casa de alguien cuya compañía frecuentaba, y a quien las más viperinas, aburridas y envidiosas lenguas del pueblo, según sus propias palabras, se dirigían con el apodo de  la Extranjera por haber invertido su juventud en recorrer todo el mundo que estuvo a su alcance. También entendí en ese breve recorrido la predilección del poeta por dicha calle y por aquel tipo de casas. Justo cuando las paredes, a sus dos metros y medio de altura, anunciaban su fin a través del extremo superior de los cuadros, arrancaban de ellas bóvedas de crucería cuyos nervios habían sido hábilmente decorados con motivos florales; el suelo, en el que deparé cuando un gato paso justo a mi lado rozándome la pierna, hacía que sus baldosas dibujasen un ajedrez blanco y rojo, y el patio, situado después de un salón al que un enorme espejo parecía dar dimensiones infinitas, se me presentó como un auténtico torrente de luz ante el que no pude más que cerrar los ojos deslumbrado después andar una casa entre sombras. Era inmenso, adornado con pequeñas imitaciones de esculturas clásicas a las que se agarraban las enredaderas que a la vez ocultaban las paredes, mientras que el suelo allí se convertía en  un manto verde y frondoso sólo atravesado por un camino de piedras que conducía hasta una gran estructura de cristal, Casi todo el día está en su invernadero, dijo la muchacha, pase. Y sentada en algo parecido a un escritorio, manipulando entre sus manos una flor que después se llevó al pelo, me esperaba una anciana que siguió mi entrada en silencio, con una mirada en la que creí ver algo de complicidad y satisfacción, que me invitó a tomar asiento tras un saludo inicial y, advirtiendo que sacaba  de mi bolsillo la grabadora, dio su aceptación con un asentimiento de cabeza:

 No se muy bien que te habrá dicho mi nieta,  pero no se lo tengas en cuenta, escucha campanas y no sabe donde, de todo lo que llega a sus oídos  ella acaba entendiendo lo que más le interesa. Fíjate que creía que hoy vendría Hipólito a casa, criatura,  no sé si es la edad, que le tiene loca la imaginación, o es que la genética ha tenido un  capricho puñetero  y le ha privado de la inteligencia que caracteriza a todas las mujeres esta familia, y perdona mi vanidad, pero a estas edades el orgullo es una de las pocas cosas que te obliga a permanecer de pie. ¿Quieres algo?¿Un té? ¿Un café?

No, muchas gracias.

Espero que no te importe que te haya recibido aquí. La casa es demasiado fría y los grados  de más se agradecen, además, la humedad va bien para mi asma.

Perdone, pero realmente no sé como se llama usted.

¿No? Pues me llamo Julia, y es un placer Antonio, porque tú eres Antonio,¿verdad?

Sí, Antonio Sánchez.

Antonio el biógrafo de Hipólito el poeta. Curioso. Confieso que en un principio, cuando escuché que había alguien en el pueblo interesado en escribir la vida  de Hipólito, no lo creí y me indigné bastante, me pareció  una broma de mal gusto, echo demasiado de menos a ese viejo loco como para permitir que se  manche su memoria con semejantes tonterías.

No es mi intención ni mucho menos, créame.

Tranquilo, tengo entendido que llevas ya tiempo con tu tarea y que es algo bastante serio, tendrás que explicarme por qué.  Pero antes de que empiece a divagar, quiero darte, bueno, más bien prestarte, algo que quizás te valga de ayuda. ¡Enma! Traeme la cajita que hay en el primer cajón de mi mesilla. ¿Sabes que Hipólito estuvo en la guerra?

¿Si?

Sí, pero no te hagas ilusiones, no vas a encontrar ahí un filón para tu libro, nadie supo jamás que Hipólito disparó un arma, si es que acaso la disparó, porque ni a mi llegó a contarme aquello con claridad, me atrevería a apostar que si ahora estuviese aquí, lo negaría rotundamente. Lo que si está claro, y según he podido  deducir de sus escasas insinuaciones, es que el poco tiempo que estuvo en la guerra  lo marcó para siempre, y digo poco porque en cuanto pudo, no sé como, desapareció del mapa. Evidentemente, entonces pensé que estaba muerto, enterrado en alguna fosa común. ¡Ah! Aquí está, gracias cariño. Pues bien, la cuestión es que pasado casi un año, recibí un telegrama suyo, estaba en París, había huido. Por desgracia  no puedo enseñarte las cartas que me enviaba contándome como le iba la vida, las perdí, o eso creo, algo que no me perdonaré nunca, cartas que por cierto nunca respondí, no se muy bien la razón, quizás porque no quería contarle la penosa situación en que nos encontrábamos, o porque me negaba a asumir que se hubiera desembarazado sin ningún pesar de todo, quería ser tan egoísta como él.  Pero a pesar de no obtener ni una sola respuesta nunca dejó de escribirme, me conocía demasiado bien como para saber lo que aquellas cartas podían suponer para mí. En ellas parecía que nada había ocurrido, me hablaba, como siempre, de libros, de mujeres, de las dos películas que hasta ahora entonces había visto y no dejaba de describirme una y otra vez, y de París, sobre todo de París, estaba enamorado de la ciudad, ¿has estado alguna vez allí?

No he tenido la suerte, no he viajado tanto como desearía.

Pues es una pena, te la recomiendo. Yo sí he ido, fue uno de mis primeros viajes. Era joven y fui, como aquel que dice, de la mano de mis padres, pero no importó, a mí también me quedó marcada. Por eso me encantaban aquellas cartas, porque daban vida a ese recuerdo que tenía de ella, por eso y porque leerlas era escapar por un momento de este país lleno de miseria y de odio. No había tristeza en ellas, no había nostalgia, ni el más mínimo rastro de añoranza por la tierra que había dejado atrás medio muerta, lo cual, por qué negarlo, hacia que por otro lado fuesen algo dolorosas. Parecía que había encontrado su sitio, su lugar ideal, aunque eso cambiaría, entre otras cosas, y puedo decírselo yo, que algo llegué a conocerlo, porque ese hombre nunca sería feliz más allá de los malditos pájaros que tenía en la cabeza. Ese era su gran problema, estaba algo chiflado nuestro Hipólito, siempre lo supe. ¿Seguro que no quieres  nada de beber?

No se preocupe, no me apetece nada. Prosiga por favor.

Como te iba diciendo, las cartas se volvieron cada vez más serias, se había ido esa aparente alegría que quizás el mismo había tratado de imponerse. Comenzó a hablarme de todas las noticias que le llegaban sobre España, de cómo la guerra hizo que pudiese conocerse realmente a sí mismo. Me mencionaba a poetas, pedía  que le enviase todos los ejemplares que pudiese de la revista Espadaña, insistía en la responsabilidad que le había tocado asumir, porque ya es hora, escribía, que coja las armas que sé utilizar. Pobre iluso, creería que con los versos se puede cambiar el mundo, ¿entiendes lo que quería decirte? Carecía de sentido común, estábamos todos aquí con la cara contra el suelo, respirando a duras penas,  y él quería cambiarlo todo  con un poema.  Con esto estuvo una larga temporada hasta que por fin, en la última carta que en mi vida he recibido desde París, dijo que ya estaba decidido, que volvía.

No sé muy bien cuantos meses pasaron desde que leí aquella carta hasta que un día lo vi salir de su casa. Me quedé quieta, sorprendida,  y en el momento en el que el me vio e hizo el gesto de saludarme, me di la vuelta alejándome todo lo rápido que pude. Ya te he dicho que tengo mi orgullo, y no se puede tratar de esa forma a una amiga, tú  no puedes dejar abandonada a una amiga así como así en medio de una guerra, echándote de menos y dándote por muerto, una amiga a la que, según tus cartas, pareces no añorar. Perdona, sólo con recordarlo me parece que no estoy hablando contigo, sino con él,  y me entran ganas de abofetear a ese viejo chocho.

¿Quiere un poco de agua?

Sí, por favor. Empezó luego a perseguirme por las calles, siempre a cierta distancia, nunca me alcanzaba, sólo quería que lo viese insistir, era su forma de decir algunas cosas, insistiendo e insistiendo. Como era de esperar mi enfado fue desapareciendo hasta llegar incluso a desear que por fin me alcanzase, pero yo sabía que eso no sucedería así, sabía eso igual que supe, cierta tarde, que era él quien me esperaba al otro lado de mi puerta  cuando escuché como unos nudillos hacían una melodía al golpearla. Y allí estaba, el bufón de la corte, con el sombrero sobre el pecho y mirándome con la cara de un niño arrepentido. ¿Eres de aquí? No me suena nada tu cara.

Sí, soy de aquí, pero he estado algún tiempo fuera.

Bueno, de todas formas eres joven y no habrás conocido el viejo colegio del barrio de San Patricio. Al lado de él había una callejuela que estaba siempre llena de niños, allí estaban  jugando normalmente antes y después de las clases. Pues bien, cada vez que pasábamos por allí, Hipólito me decía “este es el sitio”, ¿Este es el sitio? Pero qué dices, hombre. Y callaba, callaba mientras miraba la calle, no sé, como analizándola. Así fue que un día, estando en casa, mi sobrino, antes de ir a la suya después del colegio, se presentó delante de mi y me preguntó que por qué los españoles éramos unos bueyes y como pueden darse latigazos con un crucifijo si un crucifijo no es latido. Sorprendida, incluso asustada por lo que acababa de escuchar, le pregunté que de dónde había sacado aquello, y el respondió que una señora desnuda lo había escrito en las paredes de la callejuela. Cuando fui para allá, encontré allí a medio pueblo, leyendo las paredes llenas de unos poemas que siempre eran firmados de la misma forma: La libertad, dama que nunca llevará ropajes. Ya te puedes imaginar cuanto tiempo durarían las pintadas, pocas horas, pero lo  suficiente como  para que sobre todo a los niños aquello se les metiese la cabeza de una forma u otra,  y la prueba es, sin ir más lejos, que varios días más tarde, mi sobrino y un grupo de amigos, que como él rondaban los diez añitos, fueron sorprendidos espiando a un grupo de mujeres que  se bañaban desnudas en el río, y cuando después se les pidió explicaciones, ellos  se justificaron diciendo que sólo iban buscando a la libertad. 
       Sí, nuestro amigo la formó buena, y siguió haciendo de las suyas con alguna pintada más y algún panfleto, pero una noche lo encontré en su casa nervioso, acababa de escuchar rumores extraños, que alguien sabía quien estaba detrás de todo, que quien fuese tenía los días contados. Como es lógico, él  se asustó, se asustó mucho.  Así que delante de mí empezó a quemar papeles y más papeles, uno tras otro,  hasta que llegó a esta caja. Era, bueno, y es,  su caja de París. Dudó mucho, vacilaba, no se atrevía  a echarla al fuego, revisaba lo que había dentro, la cerraba, la volvía a abrir, y por fin me pidió el favor de que yo se la guardase durante un tiempo. Como ves, el tiempo ha sido bastante. Échale un vistazo, te interesará, tiene sobre todo cartas de amigos, la verdad es que algunas si podían ser peligrosas si hubiesen ido a por él, cosa que nunca pasó, tal vez todo fue fruto de sus muchas neuras, y por lo demás, hay dibujos, también de amigos suyos, recortes de prensa, papeles con bocetos de algo que supongo iba a ser una novela o una obra de teatro, una fotografía de Danielle, un amor que quedó en París, y claro, como no, un poema.

Creo que ahora sí  me tomaría ese café…


Adieu à Gare du Nord

De la luz perdida en el atardecer
quedan aun ligeros rastros
por las cristaleras de la estación
disuelta ahora en la penumbra
que suave, en su eterna paciencia
pule con manos de oriente
todas las líneas de tu rostro

Hubiera preferido
que no vinieses hasta aquí
que quedase la despedida
como una larga mariposa
prensada para siempre entre las sábanas
Tengo que volver, ya lo sabes.
Escucha
que traen los raíles un rumor
de sangre todavía reciente,
el llanto que del viento surge
cuando roza oscuro las ruinas.
No,
no deberías haber venido
porque sé que tu adiós
dejará ahora en los andenes
bandadas blancas de palomas
y se también
que desde el francés arrullo de tu recuerdo
habrán ellas de perseguirme
día tras día y sin descanso
por la gris tristeza
de un pueblo desolado.
Créeme cuando te digo
que me es difícil partir,
que tienen tus ojos la paz
de una mansa belleza milenaria
el rasgado horizonte  
donde el sol nacería
libre de odios
pero mi patria es un idioma
herido de banderas y silencio
y lo sabes, me requiere
tengo que volver
prometo no olvidarte

La noche es ya completa en la estación
y  al triste amparo de la luz
de un reloj blanco de luna
mientras el tren avanza lento
se difumina tu cuerpo en la distancia.
Adios ma princesse de l´Orient
nunca más será París
la misma ciudad de ensueño
donde tú y yo nos amamos. 


 "Apuntes desde el aire" Diario de Hipólito el poeta