5 de septiembre de 2010


                                                       F  I  C P O L I S


Aquella noche la marea subió como nunca más habría de hacerlo. Con su vaivén de canción de cuna, para no interrumpir el sueño de los vecinos de Fícpolis, el mar engulló primero la playa y el paseo marítimo, y se fue adentrando después por recovecos y calles haciendo que por ellas navegase un tráfico compartido por coches, barcos arrastrados desde el puerto, y el único testigo despierto de tan extraña inundación, un mendigo que al abrir los ojos y verse flotando sobre el banco del parque que le solía servir de cama, achacó la situación a un nuevo delirium tremens. Inundó el agua avenidas, plazas, relegó estatuas y fuentes a la categoría de barcos hundidos, y entró también en las viviendas calladas por el descanso nocturno. Subió el mar. Como un brazo de espuma recogió a los Ficpolianos, y uno a uno, con los ojos cerrados, fueron quedando suspendidos en el oleaje de un sueño que aquella noche fue para todos el mismo: un pez recorriendo en silencio la ciudad de la Atlántida. Al despertar  en áticos y terrazas, viendo desde arriba las consecuencias en el paisaje, les asaltó la duda de si continuaban vivos, o si por otro lado, teniendo en cuenta lo que parecía haber ocurrido, la duda de si alguna vez lo habían estado. Y bajaron a la calle saboreando la sal de sus labios, contemplando atónitos el espectáculo que había originado aquella extraña inundación. Del agua del mar solo quedaban ya algunos charcos, pero en cambio, su vida continuaba allí,  pues de las farolas colgaban algas de colores que vestían la ciudad de fiesta; además, como si de un vaso de cerveza se tratase, la espuma había rayado las paredes, medusas y cangrejos llenaban las aceras, y alguien, al abrir un cabina, dejó salir una avalancha de caracolas que en ella habían quedado encerradas. Se arremolinaba la gente entorno a  ballena blanca que había quedado varada en la plaza mayor, o alrededor del poeta local inmortalizado en forma de estatua, cuyo nuevo sombrero, un pulpo enorme y rosa, había despertado más curiosidades en sólo una hora, que todos los versos escritos a lo largo de su vida. Se entretenían los niños en la peculiar escena de western que los peces globo habían creado rodando por las calles, o miraban entusiasmados los caballitos de mar en la fuente.  Pero sin duda, lo que más llamó la atención fueron ciertos restos de tinta sobre los adoquines, palabras y sílabas difuminadas que provocaron que todos acabasen intentando leer en el suelo el rastro de una historia indescifrable que iba desde la playa hasta la vieja librería del Señor Danquilas, al que nadie veía hace tiempo por sufrir éste un enfermedad que había postrado su vejez en una cama de la que ya seguramente no saldría hasta el día de su muerte. Cuando consiguieron entrar, todos quedaron en silencio al verlo entre las sábanas  convertido en coral, un silencio que solo fue roto  por quien descubrió que todos sus libros habían quedado en blanco, como si el mar se hubiera llevado todas las historias.

En  ese mismo instante, mar adentro, un viejo marinero recuperaba su viejo sueño de ser escritor al leer, en lomo de los peces que acababa de pescar, las palabras que formarían la primera frase de la que sería su mejor obra:
  
                              Esta noche la marea subirá como nunca más habrá de hacerlo.






No hay comentarios: